martes, 17 de noviembre de 2009

ZACARIAS, SE NOS OLVIDO TU NOMBRE

ZACARIAS, SE NOS OLVIDÓ TU NOMBRE


Dedicado a mi primer y último amor: Josefina


Zacarías, lleva el apellido Terqueiro de la mamá, pero le queda muy difícil esconder el carácter pendenciero de su progenitor, el coronel Valentín Ozasa, quien lo tuvo con Eva Angélica, pero más de veinte hijos con otras mujeres, éste señor de armas tomar. A sus dieciséis años cumplidos, el adolescente montarás se entera que su familia ha decidido que su tío Oscar debe llevarlo a estudiar a otra localidad de mejor nivel educativo.

Es un cambio brusco: trasportarlo del pueblo lejano escondido en el piedemonte de la serranía de Montes de Oca, por donde anida el desconocimiento y los mitos propios de la región luchan con los occidentales; llegará el pollo Terqueiro a Samar, la capital provincial de Mardearena, a estudiar bachillerato en el único centro de enseñanza secundaria -en miles de kilómetros a la redonda- el Liceo del Obispo.

Tampoco es que Samar sea lo máximo en educación y desarrollo de las ciencias; se tienen que conformar, porque las otras ciudades del Caribe están muy distantes. Tienen el mar de por medio y la ciénaga y la selva por dos costados, las que no los dejan pasar con facilidad. Dicen sus habitantes, en su permanente nostalgia, que están peor que en una isla abandona en la mitad del inmenso mar. Les queda la remota posibilidad, que algún día, sus recursos naturales sean un atractivo turístico; pero con el mismo patrón cultural educativo, otros lo dudan.

Era tal el desconcierto que, en los tiempos de la Colonia española, no sabían si pertenecían a Lima, Santo Domingo, a Cartagena, a Bogotá, o a Panamá. Para que se tenga una idea somera porque ni siquiera sabían con certeza dónde estaban parados. Tal vez eran una parte de Cipango, o estuvieron visitados por Darío el grande, y en homenaje a la esplendida UR, bautizaron un aparte de esas tierras como Urabá, o tierras del Darién.

Zacarías sabía, con convicción, que algún día le llegaría la hora, pero la de aceptar o quedarse, puesto que era una decisión, no de zoco, sino de hacha, por el grado de dificultad del camino del conocimiento que debía cruzar; porque para el sólo desyerbe, bueno es un zoco o machetilla. Pero también consideraba de machos quedarse luchando con la naturaleza, porque se sentía con todas las cualidades para hacer de la montaña un hermoso potrero para llenarlo de semovientes, díganse caballares, y por supuesto burrales, más uno que otro chivo entre tanta vaca parida.

Aunque está embutido en la orden, con todo y abarcas, ya ésta se veía venir varios meses antes, tan pronto la voz rugió y el bigote asomó tímidamente, como tigrillo inquieto recién nacido. No dejaba de ser un acontecimiento pasar de ser un muchacho cualquiera, a un adolescente que debe ser encarrilado para que no lo absorba el monte con sus brotes naturales de venenos y alucinantes y, adquirir un conocimiento del lenguaje de las ciencias, es una solución sensata que, por fortuna, estaba entre las opciones de vida.

El también quiere ir a estudiar, de eso no tiene la menor duda, pero le duele dejar su vida semisalvaje y sus primeros amores, los de ver y los de esconder. Reconoce que es un hombre del campo, como lo es cualquier campesino; le gusta montar a caballo, la cacería, jugar a los gallos, y por supuesto beber ron, jugar dominó, a las cartas y bailar con una morena bien sabrosa toda la noche hasta que los sorprenda el lindo amanecer, y que se lo deje recostar, no importa mamita que sea a palo seco, pues habrá tiempo para todo.

Para el joven, el estudio en la ciudad le parece como si fuera un amansadero de cerebros, parecido al tratamiento que se le da a los caballos y mulas, cuando de obedecer se trata. A veces pensaba que se les había olvidado; pero no eran más que ilusiones infantiles pasajeras. Como pasa el ave entre las ramas en busca de cualquier cosa que le agrade, ¿y qué podría ser? ¿Pareja, una bella flor, una semilla grata, su insecto predilecto, o esa fruta que está en cosecha?.

Cuando se iba para la serranía y pasaba más de una semana con los indígenas, le provoca quedarse para siempre; pero también, cuando estaba emparrandado, que se juntaba un domingo con otro de amanecida en amanecida, en la cantina de Ceferino, a pesar de apenas tener esa edad, -el machismo reinante lo permitía- retumbaba en las neuronas unidas las palabras que un día le dijo su tío: “ Para que se haga un hombre y aprenda a beber como un todo un macho”, palabras que llegaban a su conciencia en esas resacas estridentes¬ y tormentosas, cuando el arrepentimiento le decía que peligraba su futuro, y que así no se formaban los abogados o los intelectuales.
Como es de familia notable, en un ambiente gamonal y, a pesar de tener el rango de rochela su pueblo, la presión por tratar de salir de ese mundo que pelea para que el monte nos se los coma vivos asando mazorcas, y hablando del qué dirán; es la misma fuerza que lo obliga salir a buscar conocimiento y relación con el mundo que los ha de unir con la palabra del Redentor, con la política y todas esas cosas que se dicen de la ciudad y del universo físico, con todos sus grandes hombres que han hecho de la especie humana un caldero de pasiones en medio del adelanto científico, del dolor y del engaño; según los datos que llegan revueltos con los mitos que traen los evadidos de Cayena o los contrabandistas judíos. Y entre otras cosas, salir a ver qué bueno trajo la independencia de España, y si es verdad que vienen otra vez a reconquistar lo que dejaron perder pendejamente por la mitad, porque en cuestiones religiosas, seguían dependiendo de Europa.
La reconquista les preocupaba tanto, que internarse en la montaña se convirtió en una manera de rechazo a la autoridad, viniera de donde viniera, pues también temían que los ingleses y franceses que andaban merodeando por el Caribe se apoderaran lo que de Bogotá repudiaba.. Y ella misma, por miedo, se subió a los páramos y dejó el litoral a expensas de lo que pudiera pasarles.

De lo contrario, esas comunidades trashumantes, no tendría sentido refundirse en el monte. Saben que lo hacían para huir del gobierno despótico, encomendero, que no más quería impuestos, y nada más.
En ese desplazamiento, camino contrario a las capitales provinciales, de las primeras familias que llegaron al pié de la serranía las que se encontraron con esclavos evadidos, con expresidiarios y fugitivos de las colonias penales francesas, con indígenas heridos y con blancos pobres perseguidos por la justicia, e incluso con piratas perdidos o en espera de ser rescatados, encontraron su montaña para descuajar y armar los hogares.

A todos los unía el desprecio al gobierno basado en la aristocracia ibérica y criolla, y algo de desconfianza a un credo caracterizado por el desaforado ánimo de lucro. Pues en cuestiones clericales, en toda la región del valle, se pueden decir que pocón pocón; el sacerdocio es visto como una profesión mandada hacer para los homosexuales.
Se puede señalar, entonces, por todo lo anterior, que el muchacho está en la raya que divide a la sociedad del litoral en dos mitades claramente visibles. Una parte, está ligada a la naturaleza en su labranza y pastoreo y le ha tomado cariño a la majestuosidad del entorno con todas sus criaturas que sobreviven en medio del calor y el sufrimiento; y otra, que ansía tener otra oportunidad en cualquier parte, pues en donde están, no da más de lo mismo: sudor, lágrimas, hijos, y ganas de mamar ron en espera de la próxima guerra civil, y que, entre otras cosas interesantes de resaltar: nunca saben si ganaron o perdieron, pues todo sigue siempre igual.
Ya la decisión está tomada: “Te vas para Samar, a estudiar” le dice su madre, Eva Angélica, con autoridad, pero no pudo impedir que sus ojos se encharcaran por el dolor de verlo partir.
Zacarías, al escuchar ese veredicto familiar, entró inmediatamente en un silencio de futuro incierto de viso triunfal, encontrado con las ganas de meterse en el monte con los indios motilones; de aceptar el reto de la modernidad o de quedarse en la alegre soledad viendo como engorda el ganado, y en espera de las fiestas patronales y los carnavales. Terminó aceptando el querer de su familia, y preparó su baúl, porque también estaba de acuerdo; porque de no estarlo, otra cosa hubiere sucedido con toda seguridad, dada su altanería cimarrona.

Hasta que llegó el día más esperado de su vida. La noche anterior, dejó todas sus cosas listas y se metió en su hamaca.
En la madrugada de luna clara con trazas veraneras, el joven Terqueiro ve desde su hamaca entrar por la ventana a los murciélagos y deduce que se aproxima la hora de partir. Su habitación es la más apartada de todas las de la casa de sus ancestros, donde guardan los trastos de poco uso, y en donde anidan las gallinas cluecas en medio de las alforjas, espadas en cruz, y cantimploras que usaron en la última contienda civil.
No se equivocó. Tres toques de palma de mano sobre la hoja de la puerta de carreto, dadas con la suficiente potestad, retumbaron en la habitación que estaba cruzada por una enorme hamaca curtida de tanto sudor amasado con el polvo y los sueños, de toda clase. Luego de los tres golpes, se escuchó la voz fuerte con marcada autoridad: “ ¡Ya es hora, levántate!”. Era la voz de mando del tío Oscar; sargento mayor del Segundo Regimiento de Caballería, “percherones”, en la Guerra de los Mil Días.
– Ya salgo –contestó Zacarías con su voz recia, pero juvenil.
Se estiró en la hamaca, luego salió al patio a juagarse la boca y a orinar. Esta vez, lo hizo tutuma en mano, toalla en el hombro desnudo, de tras de la cocina. Le echó el chorro de orines a un sapo que por allí pasaba.

Ya estaban preparando las mujeres los desayunos, ayudadas por la luz de los mechones que provocaban un baile de sombras, como si estuvieran despidiendo a uno de los más queridos espíritus de la casa. El aroma de café se confundía con el de la leña que chisporreteaba en el fogón.

Pasó Zacarías por una ventana donde, precisamente, mirando hacia fuera y muy cerca, estaba Carmelita pelando unas yucas. Tan pronto lo vio ella pasar y él mirarle; le tiró la misma yuca que tenía en sus manos y le dio por la espalda.

Una risa burlona fue la respuesta del joven y se metió en el baño. Que consistía en una caseta en el fondo del patio, donde debía bañarse todo el cuerpo con jabón de bola, que le trajo su primo Reinaldo de Aruba. Mientras se echaba el agua sobre su cabeza, aprovechó para cantar inventos en respuesta a Carmelita:
“ No te olvidaréeee, mujer de mi vida, si pudiera llevarte, te llevaría… ¡ay! que por allá hay mucha mujer bonita, no me hagas esa maldá”
Carmelita era una bella joven, de quince años, que se crió en la casa Terqueiro, y hasta ese momento del lanzamiento de la yuca, no se sabía qué lazo de sangre los unía, lo que si sabían los dos, era que habían pasados momentos muy agradables en recheches inolvidables en el zarzo, en la quebrada, y vestida ella de capuchón en el salón de carnaval.

En la puerta de la casa de madera y palma, la de los Terqueiro Fuenmayor, la comitiva compuesta por el tío Oscar, Zacarías, y dos mozos de compañía: Barbosa y Perea, después de acomodar los baúles en una mula, esperaban desde sus monturas las últimas despedidas y recomendaciones para partir.

En la calle, frente a la puerta principal, está reunida la familia para desearles el buen viaje a los viajeros, pero en especial al indómito y muy atlético hijo único de Eva Angélica.

Es cuando se le acerca Carmelita, pero en una actitud muy diferente a la de la yuca; se le acercó tanto a Zacarías, que su muslo tierno rozó el mazo recién levantado de su furtivo amor y le ha dicho en susurro con inmenso amor mientras le colocaba un escapulario en su cuello cerril:
– Para que la virgen te acompañe, te aleje las malas compañías. Y Zacarías… para que no te olvides lo que me has hecho sufrir.
Le puso sus dos manos en la cara como para besarlo. Pero él la esquivó abrazándola, porque pensó que era muy capaz de morderlo. Carmelita, llorando, pero de rabia, entró a la casa corriendo. No se vieron más nunca, ni se escribieron. Pero el comiso que le mandaba a Samar, todos los meses, durante todo el bachillerato, siempre iba acompañado de alguna flor. Una vez, en medio de unos dulces de turrón de merengón, encontró un envelope pequeño con unos rizos de pelo fino de color negro. Ni se preocupó en pensar nada.
El despedido inmaduro, recordaría en ese momento los más gratos recuerdos de su vida sexual; sin embargo, entre esos recuerdos estaba el de dudar de esa actitud amorosa, porque ya le había mostrado violentamente su desconcierto, y de qué era capaz, en otras circunstancias. Esa madrugada podía repetir, por eso la prevención, pero sí la hubiera querido besar apasionadamente.
La joven piel canela, de ojos encantadores, dio muestras de mujer abandonada, pero sin derecho a revirar a lo bien hecho. A los siete meses tuvo un hijo de Zacarías, pero nunca se lo dijo a nadie, ni a él. No hay necesidad, pensó. Dados los patrones sociales que interpretaban el sentimiento de las mujeres como si fuera no más cosas de celo y calor de las hembras que debían ser sumisas ante la arrogancia de los machos. Con el visto bueno de la dueña de la vida de los humanos: la romana iglesia.

Los vecinos y otros familiares llegaron para darle el adiós, aprovechando la falta del servicio público de correo regular, para mandar recados y cartas a sus amistades, de Riohacha y Samar, como también de posesiones de mitad de camino.

Zacarías no daba muestras de nada. Apenas una leve y esporádica sonrisa burlona, o la mirada fija hacia el piso de tierra, desde su caballo preferido, que daba a entender, quien sabe cuantas cosas que le podían pasar por la mente de ese adolescente, que estaba en la lista de los hijos naturales, lo que significaba en las prácticas culturales imperantes, por su nacimiento, un lugar particular al margen de los que tenían el derecho a heredar, y por su carácter pendenciero, su futuro ya se veía oscuro; pero su lucidez mental y la libertad con la que se movía, indicaban promisión en lo intelectual, lo que borraba un mal del que no tenía culpa. Incluso, los que lo conocían, aún temían que se arrepintiera y los mandara para el carajo a todos; como era su normal rebeldía.
Mientras tanto, su madre, camándula en mano y recostada al marco de la puerta llegaba al final del tercer rosario consecutivo, pues era lo único que podía hacer: encomendar a la divinidad la suerte de su hijo, porque su punto de vista no se tuvo en cuenta.

Ella sostenía, en su manera de ver, que se debía contratar profesores extranjeros para la educación de todos los menores del pueblo. Sin tener en cuenta el credo, la filiación política, el color del cuero, el patrimonio o la clase de pelo, no sólo de los instructores; sino de los educandos sin importar que el gobierno no sufragara los gastos; porque a la larga, si cada familia hacía el esfuerzo por cada uno de sus miembros de sacarlos de manera independiente; resultaba mucho barato pagarle a uno o dos profesores traídos de cualquier parte y tenerlos por unos años más a todos los estudiantes al cuidado de quien tenían la responsabilidad de darles las buenas costumbres y educarlos, y así las cosas, la sociedad tenía que recibir los beneficios que se desprenden de tener a los críos en su propia salsa regional y valores humanos necesarios para transformar y subir de nivel. Sacar a estudiar, a los hombres, costaba un dineral. Porque las mujeres, ni lo soñaban que algún día iban a salir a educarse mejor. ¡Con tanta gallina que alimentar, y ropa que hay para lavar y remendar…!
Ya que sostenía ésta señora, apartada del asiento de mando, además, que en el estudio en el propio entorno, se facilitaba para comprenderlo y trasformarlo como es debido. Estaba completamente segura que, en las buenas relaciones: entre el hombre, la madre tierra, y el ahorro programado con destino productivo y con mucha pero con mucha observación, estaba la grandeza de su pueblo. Un día en la mitad del patio, desesperada, gritó y se espantaron las gallinas: “¡Algún ancestro se encontrará mis palabras!” El tío Oscar salió, como todos los de la casa, al patio a ver qué le había pasado.
– ¿Qué se te perdió, Eva?
– ¡El futuro!
Don Oscar la miró con tristeza, y ella entró a su habitación muy decepcionada.
Nadie la escuchaba. La pobre, al tener a su hijo con el coronel Ozasa, hombre casado, había perdido voz y voto en su casa, y con mayor razón en un escenario social y político donde las mujeres no eran ni ciudadanas. Pero le quedaba la tranquilidad mental de haber expuesto con toda la buena intención, no de madre, sino de ciudadana, y dijo, con buen tono ante las gallinas mientras les echaba el maíz sus puntos de vista, ¡con una claridad! Que quedó su discurso en el ambiente por cuatro días, hasta que llegó la zorra y se llevó dos ponedoras. Así, en su manera de ver, decía cuando oía comentar el atraso cultural: “No se le puede pedir papaya a la mafafa, y se le quitan los hijos a las madres, para completar la desgracia, peor”
Esa madrugada de enero, frente a la casa, de un momento a otro, el hijo de Eva Angélica, corrió las espuelas por el ijar de su cabalgadura, la que de inmediato respondió de un brinco, pero controlada con firmeza por las riendas por un buen jinete, éste dijo:
– Ya vengo –y partió a despedirse de Clara Josefina, de quien estuvo siempre enamorado pero no correspondido.
Nunca llegaron a nada, pero tampoco permitió que otro galán se le acercara. Dos vecinos que se atrevieron, fueron revolcados: Maximino Troncoso en el callejón de doña Amalita, y Fernándo Armengón en la cantina de Antonio Joaquín Acosta. El pobre Ferna quedó cojo para toda la vida del patadón que le dio en la chocosuela Zacarías. En esos años, a más nadie se le ocurrió cortejarla.
Pero ahora el campo había quedado despejado, no obstante, se temía su regreso, como si fuera el sanguinario Murillo, y la bella niña siempre guardó la ilusión y entretuvo su virginidad haciendo cocadas de ajonjolí y rezando a las ánimas del purgatorio.
En la mitad de la calle, frente a la residencia de su amor platónico, la bestia con dos corvetas de corcoveo, produjo el ruido de corcel encabritado que producen las herraduras sobres las piedras redondas de la calzada, acompañadas por el tintineo de los arreos y el soplido del animal. En la penumbra de la madrugada, se vio entre las patas herradas las chispas como si fueran luces de bengala.
Una luz tenue se vio venir por entre el suelo y la rendija de la puerta de la casa de don Ricardo Aguilar. De una ventanita que se abrió, se vio la carita de ángel de Clara Josefina alumbrada por una vela. La que al verla el jinete, murmuró: “A la hora que me para bolas”. En verdad, nunca habló nada serio con ella, simplemente ella sabía que estaba en la mira del amor; pero su familia trató siempre de alejarla de semejante “atarbán de monte”, como le decían.
Zacarías, puyó al animal con sus espuelas de plata y regresó al galope a su casa donde lo esperaban con impaciencia. Por el alboroto del jinete, rompiendo el silencio con el galopar por todo el pueblo, los perros reclamaron airados haberlos despertado tan temprano.
Todo el pueblo sabía que se iba Zacarías, y debió ser noticia de primera, la que se comentaría en todas las casas degustando el café del vecino, donde cada cual opina su parecer, ya sea de amigo copartidario, o de contrario que se alegra al saber que partió; pero también debió escucharse el decir neutral y respetuoso. Pueblo pequeño, infierno grande, donde las relaciones no se quieren apartar del cero conocimiento, y esto las hace difíciles, pues la inseguridad y la falta de una proyección hacia el arte basado en la disciplina, obliga a refugiarse en la amistad, la alcahueta, a la que le rinden culto y tributación a tanta pendejada sin control.

Llegó hasta a la casa y con su agilidad se tiró del caballo y se acercó con su sombrero grande que descansaba en su espalda amarrado por un barbuquejo, hasta donde estaba su madre pegada a la camándula por el índice y el pulgar, y sobre todo, con la firmeza de su fe, como palmera en playa, que aguanta veinte huracanes no más.
–¡Adiós, mamá! Ya verá usted el hombre que seré –le dijo mientras la abrazaba. Luego le puso la frente para que lo besara. Eva Angélica lo miró con tanto dolor, mientras le hacía la señal de la cruz en su pecho, que todas las mujeres que estaban en la despedida lloraron por ella, al ver esa expresión tan sentida y al mismo tiempo tan valerosa.

Eva Angélica permaneció un mes encerrada, después de la triste partida de su hijo. No más abría la puerta de su habitación para recibir los alimentos que Carmelita le llevaba, y para cambiar el agua que usaba para el aseo personal; y salió la primera vez, porque sintió que el caballo de su único hijo había llegado con el mismo alboroto ecuestre de siempre; y supuso que era él. Con su batón y el pelo alborotado que le llegaba a la cintura salió al patio por el lado de la pesebrera con la ilusión de ver a su hijo. Como en efecto pudo comprobarlo, ahí estaba ensillado: “Leoncico” pero el que lo montaba ahora era un primo de Zacarías, Bartolo, cinco años mayor, el que acababa de llegar de la finca “Condenación”
Exactamente al año de la partida de su hijo, su dolor no se había disminuido ni un grado, ni en invierno ni en el verano. Por encargo propio, pidió sentencia anticipada y le llegó el último respiro una mañana, y trancó su vida por dentro para que no se le saliera su rencor.

La partida ya era una realidad. Se sentía, a esa hora de la madrugada, el golpe bajo del pilón en las casas del pueblo acompañados de la grata algarabía y el muy claro canto de los ciento veinte gallos del pueblo llamado El Cantor. Y Algarabía que armaron sus cinco amigos de parranda que llegaron amanecidos en sus caballos para despedirlo, y entre risas y chanzas pesadas, el grupo lo acompañó un buen trecho del camino. De esa parranda con sus amigos, se la evitó el tío Oscar al llevárselo la anoche anterior a la casa de su abuelo, Carlos Jaime Ozasa, para que se despidiera del octogenario patriarca, a quien le faltaba un ojo y una pierna, que perdió en la Batalla de Nieto, por la segregación fallida de la región.
Los cuatro jinetes, más la mula de los baúles, iban por el camino real a paso largo. Cuando despuntaron los primeros rayos del sol en la lejanía, la caravana se detuvo en el potrero de Encarnación Jiménez, como estaba convenido, y bebieron café, sin apearse. Ya Zacarías mostraba una rara inquietud. Continuaron por la sabana rumbo al puerto de Riohacha, de donde Ojeda, el español, sacó perlas del fondo del mar, y tantas, como si fueran bultos de maíz, dicen los que de historia saben. Pero la inquietud del futuro estudiante era una rasquiñita que cada vez lo acosaba más.

Hasta que llegó el momento de tomar una determinación, aunque no era el momento de una conclusión precipitada, si se debía aclarar tanto fastidio. El tío Oscar, como iba adelante, no se había percatado de tanto movimiento y desespero de su sobrino rascándose; pero Barbosa, que entre otras cosa era el tutor en cosas montaraces y otras, le preguntó:
–¿Qué te pasa? Que veo que te mueves más que agua en calambuco.
–¡No joda! que me pica todo el cuerpo…
– ¿Esa vaina?
– Qué voy a saber…pero me rascan hasta las pelotas, no joda...
– ¿Qué le pasa, sobrino? –Inquirió don Oscar desde su mula, deteniéndose.
– Que me rasca el pecho y los testículos, tío, no sé...
– Deben ser chinches, o tal vez te cayó algo cuando pasamos por el bajo de Nicanor, que las zarzas tapaban el camino. Mírale, Barbosa –ordenó don Oscar.
El mozo de campo o peón de faena y a su vez tutor, le miró detenidamente el pecho a su protegido. Desde que tenía cinco años Barbosa lo vio crecer, y le tenía especial afecto; tal vez más que a sus hijos. Y su dictamen además de contundente, por ser verídico, le causó risa.
–Es pelusa de pica-pica, compañero. –Le dijo sin juzgar, pero sabía con certeza dada su experiencia en mujeres y amores, que Carmelita le había puesto pica-pica en la bolsita del escapulario, las que ya le habían bajado al pegue del las piernas, y esa irritación con el sudor produce una piquiña muy molesta. Los testigos de los recheches deberían estar muy irritados, pues la pelusa diminuta, sacada de la semilla de una maleza a más de urticante, es insoportable.
– Cuando lleguemos al arroyo Cacahuero, te bañas.
– Más bien, don Oscar, –le dijo Barbosa interponiéndose – es mejor que se bañe con leche cruda, porque esa pelusa es difícil de quitar, y después sí, un buen baño. Digo yo.
– Así es, Barbosa. Ya casi estamos llegando a la posesión de los Molina Castro, “El taburete” y seguro nos dan la leche. Vamos rápido.

Y al galope apretaron el paso para solucionar la venganza de Carmelita como lo habían ideado, y seguidamente pudieron continuar la travesía por la montaña, todavía virgencita.

Después de haber pasado por varios pastizales, la caravana penetró la sombra de un bosque de corpulentos árboles. Ya no se veía el cielo; se escuchaba el eco tardío del hacha taladora, acompañado del rugir de una manada de tigres que debían ir en dirección a la serranía. Las bestias se detuvieron inmediatamente, y sus orejas escudriñaban en todas las direcciones posibles hasta quedar detenidas hacia el oeste, y con los jinetes, dedujeron que se alejaban, como debió ser. A esa hora van de recogida los tigres, aseguró Barbosa. Al poco rato del desplazamiento por entre el bosque espeso, apenas se notaba un camino semi-cubierto que varias veces se perdía entre la maleza; pero para el ojo del animal no.
Empezó, entonces, una algarabía de aves y otros sonidos que despertaron a la selva en pleno. Los micos pasaban de un árbol a otro. Las guacamayas, con sus estridentes gritos, revoloteaban en la copa de los altos samanes y en medio de los guayacanes en flor. Los turpiales afinaban sus bellos cantos; el largo silbido de la culebra, la paloma guarumera con insistente llamado, el gavilán y el canto de los alcaravanes, más la removida de una hojarasca por el lobo pollero, tenían absorto a Zacarías. No se imaginó jamás, que no volvería a escuchar esos sonidos, de haberlo sabido, con seguridad los hubiera metido en sus alforjas, o más bien en lo más adentro de su mente inquieta y agitada por las desavenencias a la falta de padre que nunca tuvo; pero sí sabía quien era, y hasta lo respetaba. Esa sinfonía de la naturaleza incluyendo los insectos y el cascabeleo de las semillas secas mecidas por el viento, de esa mañana, lo estaban trasformando en otro ser, aunque había adquirido la costumbre de andar por los montes, sentía una extraña sensación que lo tranquilizó y no volvió a pensar en su padre, pero no lo odió, simplemente empezó a sacarlo con cariño de donde nunca quiso entrar. Le pasó por la mente, al mirar las sombras del bosque, la imagen que tenía de la diabla Feniela, un ser imaginado por Barbosa, quien le aseguraba que era “la querida” del diablo que había llevado a vivir por esos lados; muy bonita, pero tenía el defecto de poseer un sólo seno, el que parecía más bien un cacho romo.
El trayecto que sigue, lo dedica Barbosa a relatar sus aventuras amorosas con infinidad de mujeres. Las veces que ha sido encarcelado, las peleas, las luchas cuerpo a cuerpo con el tigre Malibú, los espantos que le han salido en el camino los viernes santos. Ahora, precisamente, cuando una enorme víbora cascabel asusta al caballo de don Oscar, comienza el capitulo de culebras. La voz de Barbosa es la única que se escucha en el camino; pero ha sido interrumpida en cuatro oportunidades, porque se han encontrado con unas personalidades, no de grato recibimiento en la región. Primero se encontraron con un juez de instrucción criminal; luego, con un funcionario recaudador de impuestos; al poco rato, con un comerciante de cacharros que venía acompañado por un monje catequizador. Los cuatro personajes siniestros para los locales, por no decir odiados, con seguridad nunca traían buenas noticias; no podían esconder su origen paramuno empezando, que venían vestidos con ruana y sacos de paño. Colorados, sudando y víctimas de los mosquitos, maldecían haber penetrado o llegado cerca del infierno. En un recodo, y a la sombra de un inmenso caracolí, se encontraron con “la mosca”, es el apodo generalizado de un hombre encargado de rastrear los caminos para detectar si hay guardas de la aduana para mantener informados a los contrabandistas de la región que por allí transitan. Conversaron con él, y siguió luego Barbosa hablando de las veces que había metido contrabando de Aruba a Mompóx por la ruta de Jerusalén. Nadie le interrumpía su relato. Tan buena era su entonación, de lo bien narrado, que era como si llevaran hoy día un radio a todo volumen por el camino, porque hasta cantaba entre cuento y cuento. Barbosa debía tener cuarenta y cinco años; pero aparentaba los sesenta, como sucede con los hombres que trabajan en condiciones infrahumanas entre el Trópico de Cáncer y el Trópico de Capricornio.

A las tres de la tarde llegaron a un caserío llamado Cundinamara. Almorzaron armadillo ahumado, yuca, queso y guarapo de caña. Después de un ligero debate ayudado con café, resolvieron continuar, pues pensaran quedarse a pernoctar. Algo innecesario; ya pronto llegarían al puerto.

Antes del ocaso, a lo lejos vio Zacarías el mar por primera vez en su vida, al pasar por un cerrito descuajado que permitía ver la inmensa cantidad de agua sobre un horizonte cubierto de nubes color naranja, que parecía rasgaban el firmamento con sumo cuidado. Quedó pensativo, ido. Pero cuando volvió en sí, no pudo ocultar su impresión, y dirigiéndose a Barbosa, le reclamó airado.
–¿¡Por qué no me dijiste que el mar era así, animal!?
Como Barbosa no supo contestarle, se bajó de un salto y corrió hasta donde su profesor de monte y vaquería, y de un tirón lo puso en el suelo, pues su fuerza le permitía esa manera de resolver sus conflictos. Varias veces luchó con campesinos, y a las trompadas, no hubo nadie que le aguantara una pelea, y si era a las patadas, le iba mejor. Si no es por el tío que se lo quita de encima, lo hubiera ahorcado al pobre Barbosa. Pero no fue a las buenas que el tío le hablo para disuadirlo, de una vez le atravesó la espalda con su zurriago al agreste e indómito sobrino de uno con noventa y cuatro centímetros de estatura, para que dejara de agredir a quien con tanto cariño había ayudado a crecer, y de qué manera.

A la hora de la oración, entraron al pequeño puerto de perlas, ahora, de algunos pescadores nativos revueltos con los mestizos sin privilegios, y uno que otro burócrata, que con toda seguridad, les debían cinco años de sueldo. Llegaron a la posada de un amigo copartidario, Jaime De Luque. Ya Zacarías se sentía otra persona, como si estuviera pasando por una mutación. Estaba apenado con Barbosa, pero aún le quedaba la rabia por no haberle explicado que tanta agua, se podía mantener sin derramarse. En la medida en que se retiraba de su cuna, de su infancia vivida, le invadía un temor por todo lo desconocido; pero su intrepidez salía en su defensa. Era evidente que estaba confuso, porque al mismo tiempo deseaba ser un hombre ilustrado y estaba convencido que era inteligente, y por supuesto, valiente. El pueblo, muy parecido en la arquitectura de las casas al suyo, no le impresionó, o no puso plena atención. El mar lo tenía ensimismado, por todas partes sentía el rumor de las olas, y con el olor de la lama salitrosa que saca la ola y deja en la arena con los lamentos de las palabras que se usaron hace mucho tiempo, le produjeron cierto mareo.
Se durmió pasada la media noche. Las olas del piélago antillano, en su ir y venir sobre la inclinada playa, producían la sinfonía de rumor infinito que escuchaba desde su hamaca de la pensión cerca de la mar. Rumores que escucharía durante toda la vida en distintos movimientos; lentos y misteriosos, fugas de arrebato, alegros, pero muchos sacudidos por el desasosiego de las resacas de tanto ron que pasó por su gaznate.

Al día siguiente, en la playa, el olor del salitre y el leve movimiento del viento lo tenían estupefacto, pero al ver las aves marinas volar libres por ese cielo de frescura, y al pisar la arena, le causaron cierta tranquilidad mental; no obstante, al ver los cangrejos correr a esconderse en sus huecos, una ráfaga de vacilación le golpeó la cara, y más, al verse obligado a embarcarse en una goleta.

La que está fondeada frente a él se llama “La Gómez”, y a la que mueven las ondulaciones con brusquedad al pegar el agua en las cuadernas y salpicar en crestas blancas que luego desaparecen. No le habían dicho nunca que tenía que embarcarse en ese aparato, pues las relaciones con don Oscar apenas llegaban hasta los buenos días y las buenas noches. Zacarías no preguntó, sólo se imaginaba que todo el trayecto era en bestia. Estaba muy equivocado.

De manera súbita, corre hasta donde están Barbosa y Perea, listos a regresar. Les quita el mismo caballo que lo trajo, “Leoncico”, y huye a todo galope por la calle empedrada de la aldea de las perlas, en busca de la salida en dirección a su natal poblado, El Cantor. “Adiós estudio, eso es para los maricas” pensó en su decisión insurrecta.

Lo detienen los dos mozos de compañía a cinco lenguas afuera del puerto, y lo traen amarrado como cualquier animal.
Lo izan a abordo cual bulto vario en La Gómez. Zacarías, de la misma ira, sus ojos estaban rojos y de su boca brotaba una babaza. Cuando estaba abordo sobre la cubierta, como si fuera un tiburón capturado, vio a unas señoritas que se burlaban al verlo así. Dijo entonces serenamente: “Tío, suélteme, yo se comportarme” Lo soltaron.

Esas tres señoritas, eran las hijas de Chema Daza. Pasados muchos años, se las encontró en el aeropuerto de Berlín, y habría de recordarlas con igual rencor que esa mañana en la goleta. Ellas trataron de saludarlo, pero ni las miró. Ya no estaba atado como un cerdo por las manos. Estaba elegantemente vestido con una gabardina y sombrero de fieltro de última moda, y fumaba con estilo seductor. No pasaba desapercibido el caballero, y las Dazas lo vieron pasar frente a ellas con cierta hazañosería, típica de los galanes caribeños.

Un pleito contra una empresa de aviación, por una maleta extraviada de un industrial barranquillero que contenía valiosos documentos, lo llevaron a Alemania. Fue uno de los mejores negocios que ganó en ejercicio de su profesión de abogado. Y quizás, estaba pasando por su época dorada. Al regresar, fue nombrado Consejero de Estado.

Al poco tiempo de ir Zacarías navegando por el mar de las Antillas rumbo a Samar, el vértigo lo obligó a botar el desayuno por la borda, el que se esparció para perderse para siempre en el ancho Caribe, el de los pesares. Desde ese desconocido mar, contempló la majestuosidad de la Sierra Nevada y sus picos cubiertos de blanca nieve. La goleta “ La Gómez”, pegada al litoral, y sacándole el cuerpo a los acantilados, mantenía su rumbo a la ciudad del Liceo del Obispo. Fue en ese viaje que el contramaestre le enseñó los nombres de las velas y palos, como vientos de toda clase y aprendió nudos marineros; pero no los usó.

Cuando llegaron a la ciudad cabeza de provincia de Mardearena, Samar, a las cuatro en punto de la tarde y la goleta se deslizó por las aguas mansas de la hermosa bahía adornada de playas de piedra lipe y nácar, el silencio era total abordo, hasta que se escucharon las ordenes de fondeo y un marino, con las banderas en movimiento, pedía permiso a la capitanía. Las velas, henchidas por una leve brisa que venía de sotavento, parecían estar en un grado de satisfacción naval por la labor cumplida.

Emocionado, Zacarías, se preguntaba cuál sería su suerte en esa ciudad, pero se tranquilizaba al recordar que no era el primero que salía de su pueblo en igualdad de condiciones y nada malo les había pasado. En cuantos a las relaciones, sabía que ya estaban dadas por la política; eran conservadores, y en Samar estaba el doctor Fructuoso Ordóñez, conocido combatiente respetado en la guerra y en la paz, con su pluma y su discurso sagrado. Lo que lo tranquilizaba.

Al verse inmerso en tantos adelantos en un mismo lapso de su existencia, resulta innegable decir que no estaba asustado: que la bicicleta, que los vehículos a motor sin caballos, es decir, todo le llamaba la atención. Además, de las casas sin horcones, los cañones enterrados en las esquinas en vez de estar apuntando, la moda de la ropa, los zapatos con ruedas; habrían de causarle una impresión que nunca se le borró de la mente en sano juicio, tal vez se alborotaban esos recuerdos en los desvelos, o eran su grata compañía, o antesala para mirar el pasado en ese regreso existencial de los humanos que de tanto pensar en él, parece que más bien no sirve para nada, a no ser que la esperanza de mejorar y ese pasado sirvan para algo, uno nunca sabe, pueden terminar en un cuento anecdótico; pero para otros, la causa de la pérdida de la conciencia y de la misma paciencia.

Un coche llevó a los forasteros al Hotel Español, a media cuadra del la playa de la bahía y en pleno centro de la ciudad de Samar. A tres cuadras de la iglesia de Santo Domingo y a cinco del mercadito y la gobernación.

Don Oscar, no se sabe por qué motivos, esa misma tarde, no salió enseguida con el sobrino, prefirió salir solo. “Ya vengo, no te muevas de aquí” le dijo con su prepotencia, como si estuviera en la retaguardia del Batallón del Playón de Arriba.

Zacarías, humildemente, aceptó. Quedó sentado en una de las dos camas mirando hacia un patio donde había un enorme tamarindo. El olor a salitre revuelto con cal, apenas se acomodaba en su memoria.

No demoró en oscurecer en la ciudad. Buscó algo que le diera luz, un mechón o alguna vela, sin lograr nada; entonces, en la oscuridad, recordó el momento cuando despertó ese día de su vida, sin saber que faltaba mucho por vivir, y que despertaría muchas veces completamente solo, y lo peor, abandonado. Ese día concluyó, que la oscuridad, en cierta forma es un llamado a la reflexión, pues si no se ve nada…no se puede salir para ninguna parte; en cambio la claridad, te muestra el camino, si es que quieres echar para adelante.
Cuando llegó el administrador, en medio de la oscuridad de la habitación le dijo: “Prende la luz, muchacho” y se hizo la luz accionando un interruptor que estaba guindando en la mitad de la pieza.
Zacarías recibió uno de los sustos más grande de su vida: “ ¡Ay mi madre!” gritó en su pensamiento el hijo de Eva Angélica Terqueiro, cegado por la luminosidad repentina.

Luz sin humo. No, no puede ser, eso no lo podía comprender un campesino, por muy intrépido hijo de buena familia que fuera. Cuando las pupilas se acostumbraron a esa rara claridad, jamás vista, y el administrador había desaparecido, y al ver que al jalar la cuerda que estaba pegada a la cosa esa que le parecía un calabazo de vidrio produjo la luz, el valiente Zacarías lo bajó nuevamente, y las tinieblas ocuparon el lugar donde segundos antes estaba la claridad. Así, en el prende y apaga, varias veces, en un regocijo más que infantil, de investigador; llegó nuevamente el administrador y lo regaño con dureza. “Vas a fundir el foco, muchacho”. En la completa negrura de la noche samaria, con la fresca brisa, quedó hasta que lo rescató el tío y lo sacó a pasear.

Después de recorrer varias calles, lo llevó el tío a un lugar lleno de gente, frente a un edificio grande, y ante una carretilla con toldo de colores se detuvieron.

El tío pide como cualquier comprador, dirigiéndose al dueño del toldo encarretillado: “déme dos, señor”. Zacarías recibe uno, imita al tío, y se lleva de esos cosos que son como un cono de papel que echa humo a la boca, y nunca en su vida pudo olvidar comer hielo raspado con esencia de dulce de rosa. Esa sensación quedó para siempre matriculada en el archivo de sus sabores. No gritó, porque vio que todos saboreaban con gusto; pero ganas sí tuvo. Ese hielo picado que le quemaba al bajar por su garganta, lo dejó sin respiración. No tuvo alientos para gritar. Hasta que terminó de ingerir el primer trozo de agua congelada revuelto con dulce, de toda su vida. Sensación que le quedó atorada en su mente, suspendida no más por los interminables tragos de ron; sensación que se alborotaba con la cerveza fría que libaba con bastante frecuencia; y con la nostalgia, aumentaban las ganas de beber.
En una oportunidad, por esa sensación de frío permanente, le consultó al medico que si ese no era el motivo de un catarro que no se le quería quitar. Pero cuando leyó el primer párrafo de Cien años de Soledad, años después siendo un alto funcionario del gobierno central comprendió que, aquella orden fría de fusilar al coronel Aureliano Buendía, provenía del páramo donde está la capital de la nación que los ha dominado políticamente. Recordaría también la imagen de su abuelo comandando sus veinte hombres a caballo, que le permitía, en su autonomía, el Estado Soberano para su defensa.

Pasado el raspao, entraron inmediatamente al interior de un lugar donde había mucha gente sentada en bancas. Apagada la luz del recinto sin techo, en la pantalla de cine se vio con claridad que unos hombres se movían.
–¡Tío está vainas qué es! –exclamó descontrolado mirándolo con sus ojos despepitados, y el tío lo calmó:
–El cine, mijo, el cine, ya verá más; pero cálmese.
Una figura bestial que aplastaba seres humanos y otros que corrían en estampida, eran las imágenes que se veían en la pantalla. Zacarías se levantó inmediatamente, también corrió, pero no de miedo; por ese valor adquirido al contacto con la ruda naturaleza. A este joven le sobraba energía para enfrentar lo que fuere, dado su temperamento agreste. Salió de la sala en medio de una rechifla. Como caballo desbocado, sobre la arena y polvo de las calles, Zacarías corrió sin descansar. Corrió en dirección a la playa y después de recorrer todo el camellón, descansó en una banca; pero el corazón se le quería salir. Fue en ese momento que recapacitó preguntando: “ ¿Por qué, la gente no corrió?

Aprovechó para caminar la ciudad buscando las dos materas que identificaban al hotel Español. Luego de golpear con desespero, sin esperar al tío, quedó rendido en la habitación del prende y apaga. Pero su estómago empezó a moverse. Las ganas ya no las podía contener y salió en busca de un baño. Al extremo del corredor, por fortuna, estaba la puerta abierta de un lugar en donde había un lugar adecuado, parecido a los bacinetes de los excusados de su natal El Cantor. El problema que se le presentó, fue no saber que hacer con el par de heces que flotaban en el inodoro; por no saber el mecanismo que los desocupa. Pensaba muy aturdido y desesperado cuando alguien tocó por turno. Iracundo por no saber qué hacer, decidió sacar las heces y botarlas por la ventana del baño que daba al palo de tamarindo, pues temía que le fueran a reprochar esa falta de urbanidad. Abrió bien la ventana, metió la mano en la taza y por allá se escuchó una palangana sonar en dos oportunidades consecutivas. Y salió muy serio secándose las manos en el pantalón como si nada hubiere pasado, y con la seriedad de un arma, pues su nariz de cacha de revólver ayudaba a la expresión del rostro. Regresó a su aposento de huésped.

Ya en la habitación, quedó profundamente dormido. Soñó con el hielo, con su amor que dejó en la montaña, con la bestia que salía de las profundidades del mar en el cine, y cuando se despertó al otro día, una mirada burlesca lo saludó con los buenos días, el tío estaba ahí, y en ese momento, llamaron con cierta contundencia.
Era el administrador acompañado por un particular y un policía. Motivo: la mierda que cayó sobre una palangana en el patio del vecino, quien con bastante razón, su indignación lo llevó a protestar airadamente, pues no tenía la menor duda que del hotel había salido el par de proyectiles.
–¡Hágame el favor de respetarnos! –fue la respuesta contundente del tío Oscar cuando el administrador le expuso el motivo de su visita –que nosotros somos gente decente, y además, no nos dejamos echar vainas de ningún mequetrefe, y si es necesario debatir a plomo, ¡Dígame de una vez! Y si quiere a las trompadas, que me espere allá afuera, pues la autoridad debe entender que se nos ha faltado el respeto de una manera insolente, además muy sucia.
–Es mi deber, señor atender la queja…
–¡Pero no formal! Lo interrumpió don Oscar y agregó muy alterado – que ponga el denuncio, que abogado bueno es lo que tenemos, y que no se diga más – dijo cerrando la puerta bruscamente.

Ese incidente, precipitó la salida del hotel para salir a visitar al doctor Fructuoso Ordóñez, el par de cantores; porque de todas maneras tenían que visitarlo por que había prometido ser el acudiente de Zacarías en el Liceo, donde el abogado era profesor de apologética.
Fructuoso Ordóñez, desde ese día, hizo parte de la vida de Zacarías porque se enamoró de su hija llamada: Manzana Luz de la Divina Providencia, y años después, se casaron. Este señor era un personaje fuera de serie de la sociedad de Samar, además de ser apologético y místico, su intelectualidad como su honorabilidad y caballerosidad, le mereció ser designado por el presidente de la naciente nación para ocupar la Secretaría de Educación, pero se dio el lujo de rechazarla: “Si el país está sumido en la guerra civil, y todos los establecimientos de enseñanza están clausurados,¿para qué ministro?, sírvase aceptar mi negativa, señor presidente Reyes, y se le agradece el ofrecimiento que me enaltece”

Es, a grande rasgos, la personalidad del abogado Fructuoso Ordóñez y acudiente de Terqueiro Fuenmayor, Zacarías Manuel, quien, asintiendo con la cabeza, aceptó ser acudido, luego de escuchar una reprimenda y consejos para su buen comportamiento, tanto en el colegio, como fuera de él, pues debía demostrar siempre que era un caballero conservador.

Pero en Fructuoso hay un detalle que motiva las burlas en la ciudad, además de ser un extremado guardián del Fisco y de la religión: el nombre con los que bautiza a sus hijos.
Cuando su esposa dio a luz a su hijo mayor, su suegra le preguntó por el nombre que llevaría su primogénito: “¿Se llamará como usted; Fructuoso?”
Fructuoso se quedó meditando y respondió.
– El Señor me ha dado el fruto de mi amor por una mujer a la que tanto amo, que debe llevar un nombre acorde a la fe que profesamos y al agradecimiento a la madre naturaleza que lo merece por igual –dijo estas palabras con solemnidad en el momento en que pasaba una vendedora de mangos de azúcar pregonando su producto a pleno pulmón.
– Doña Josefa: se llamará Mango de Azúcar de la Santísima Trinidad.
No sirvieron los llantos y reclamos, y para completar y fijar su autoridad, todos sus hijos llevaron nombres de frutas, con su respectiva señal cristiana de complemento. Así la costumbre bautismal, llegaron al hogar; Mango de Azúcar de la Santísima Trinidad, Manzana Luz de la Divina Providencia, Caimito Jesús de Nazaret, Naranja del Perpetuo Socorro, y Marañón José de Arimetea.
Sufrimiento grande, en toda la familia, si la criatura nacía en plana cosecha de cañandonga, porque se tenía la seguridad que no dudaría don Fructuoso en cumplir su palabra. Fue necesario poner en cada esquina de la cuadra, a dos personas para que compraran toda la palangana de cañandongas, para que no pasaran ofreciendo por el frente de la casa, cada gravidez.
Faltaban tres días para entrar al Liceo del Obispo, pero en calidad de interno requinterno, por petición de don Oscar. Tendría salida, si había buen comportamiento, cada tres domingos.
En esos tres días Zacarías los ocupó corriendo tras de los vehículos que circulaban por la ciudad, tragándose todo el polvo y a la vez compitiendo con niños menores que él, que disfrutaban también.

El domingo antes de entrar al internado, estaba Zacarías invitado a almorzar en la casa de su acudiente, el doctor Fructuoso.

La idea del internado, para el joven Terqueiro, resultó más agradable de lo que esperaba, pues encontró a varios paisanos en los cursos superiores, y esto le dio cierta tranquilidad. No obstante, el impacto cultural seguía afectando su memoria y el concepto que tenía de la vida, y ahora en el colegio, los conocimientos se encontrarían con los mitos rurales y curiacales que traía en los guacales de su formación rupestre, pero de la que siempre estuvo orgulloso; pues al conocerla, le quedó fácil asimilar y comprender el mundo de los convenios y normas con las que los humanos tejen la vida.
La invitación, el domingo, a almorzar en la casa de su acudiente, no podía olvidarla fácilmente. Hizo sonar una campanilla al llegar a la puerta, y lo atendió una criada. Se identificó, y la señora después de repetir su nombre con un grito y esperada la respuesta, abrió la puerta.
–Siga, joven… que lo esperan en la mesa.
En efecto, ya estaban en la mesa larga: el doctor Fructuoso, su hermana soltera Eufemia, y dos de sus hijas: Manzana Luz, de catorce años y Naranja de trece. Vestidas de luto riguroso por la muerte de su madre, fallecida dos años antes. Habló el doctor, con su seriedad acostumbrada.
–Ya creíamos que no iba a venir, joven Terqueiro…
– Es que me quedé viendo un barco que se estaba quemando –dijo señalando la playa, y las niñas se rieron; pero bruscamente callaron al ver la mirada fulminante de su padre, quien las miró con sus ojos azules, fríos, más parecían mirada de culebra que la se un ser humano.
– ¿Por qué cree que se estaba quemando, joven?
– Porque echaba mucho humo, doctor –dijo un poco confundido. Las niñas volvieron a reír y repitió la mirada fulminante que las detuvo.
– Ese es un vapor, joven, ya tendrá tiempo de conocerlos mejor, confórmese con saber que ese humo no es incendio provocado, sino el respirar de las calderas –le habló con serenidad y al ver que estaba despeinado, agregó señalándole con la mirada –ahí, en ese aguamanil se puede lavar las manos y peinarse, y venga pronto que vamos a rezar.
Zacarías ocupó el puesto asignado, justo, frente a Manzana Luz Divina.
El señor de la casa en la cabecera de la mesa, como ha sido la costumbre en los hogares decentes. Una señora flaca, de cabellos completamente blancos, estaba al otro extremo. Es la señora Eufemia, quien no tuvo la oportunidad de tener un hombre entre sus brazos, ni los deseó, ella misma se burlaba de su feura. Además, sus cinco hermanos tampoco lo hubieran permitido. Fructuoso le rogó que se internara en un convento de claretianas. Hasta que un día le dijo ella aburrida de recibir el mismo pedido: “La próxima vez que me hagas una insinuación de esas, Fructuoso, te hecho esta mica llena de orines por la cara” Y lo hubiera hecho, pero más nunca le insistió el hermano mayor, quién entre otras cosas, había heredado toda la fortuna de su padre y la manejaba a su antojo. Pero con la voluntad de su hermana no pudo.

Volviendo a la escena de la mesa de ese domingo en que Zacarías conoció a su esposa. En un comienzo, se dedicó a comer, no miraba a ninguna parte, hasta que escuchó nuevamente al doctor presentando a su familia dirigiéndose a él. Cuando le llegó el turno a Manzana Luz, quedó de una vez enamorado.

La niña es completamente rubia, y de una belleza angelical. Zacarías la miró fijamente a esos ojos azules, y pensó que era ciega, se atrevió a guiñarle el ojo y la niña se ruborizó, bajó la mirada; pero enseguida le devolvió una risa de aceptación.

Terminada la cena principal del domingo, el doctor Fructuoso le ordenó a Zacarías tomar un libro de su amplia biblioteca de pared a pared, que estaba seguida del comedor. Cualquiera que tomara, del lado que le señaló, trataba de vidas ejemplares. Regresó con “La vida y sueños del hombre-dios” de un autor desconocido y se lo entregó al dueño de la casa.
– Es para que lea, joven –le dijo con cierto sarcasmo.
Las niñas rieron, pero la fuerte voz de Zacarías las aquietó, y porque debían atender la lectura; en cualquier momento el padre les preguntaba sobre el tema. Como en efecto aconteció, Manzana, en medio de la turbación, comprendió que debía impresionar e hizo un apequeña síntesis de la lectura, después de haber aguantado las ganas de reírse.
La siesta dominguera no se debía perder, y Zacarías salió enamorado a esperar en su pieza de doña Rafaela, donde estaba alojado después del incidente en el hotel Español.
Esa tarde, con su baúl, estaba en la puerta del internado con más de cincuenta internos venidos de pueblos tan distantes, que era la primera vez que escuchaba sus nombres.

Cuando le correspondió el turno de bañarse, al otro día, no podía entender que, de un tubo pegado en la pared, saliera agua. La inquietud la resolvió a su manera. Durante el almuerzo observó que había unos jóvenes auxiliares de cocina y comedor, que entraba y salían con platos y bandejas, y antes de entrar al estudio dirigido, se encontró con uno de ellos, y sin mediar saludo, lo abordó con la pregunta.
– ¿Tú sabes por dónde le entra el agua al colegio?
– ¡Eche!, por el acueducto –dijo con burla el negrito pelo liso.
No terminó de hablar, cuando ya estaba suspendido del suelo agarrado por el cuello el inocente auxiliar de cocina, quien apenas balbució:
–Suéltame, loco de mierda.
Las manos del estudiante apretaron más, y la lengua empezó a salirle al empleado menor, y sus ojos buscaban salirse llenos de lágrimas, mientras su estomago se removió con plena libertad. Zacarías escuchó claramente unas palabras de mujer: “Déjalo, lo vas a matar” Lo soltó, no por compasión, sino porque no vio a nadie a su alrededor. Ese incidente, lo indujo a una reflexión que le duró trece años, hasta que un borracho, en una cantina, se burlo de él cuando se la contó como posible aparición de la virgen.

El primer día de clases, tuvo dos incidentes: uno de conocimiento, y otro de comportamiento. El primero, fue cuando después de escuchar al profesor Castañeda discernir sobre la tierra, la que decía que “Es achatada como una arepa asada” y explicar con amena y didáctica manera todas las formas de que está compuesta, y además sus fenómenos atmosféricos, Zacarías quedó esperando que hablara del Cielo y del Infierno, en igualdad de entonación, y más, si se trataba de la morada del Señor. Como no escuchó más y el profesor dio la clase por terminada, su valor lo llevó a preguntar:
–Profesor, ¿Dónde queda entonces, el Cielo y el Infierno?
Todos los alumnos rieron a carcajadas. Pero la mala suerte del condiscípulo que estaba adelante llevó la peor parte. Fue agarrado por Terqueiro por el cuello y sacado del pupitre, hacía atrás, con tanta fuerza, que la risa se detuvo. El profesor no lo alcanzó a ver. Ya estaba de salida recogiendo sus cosas.
A la clase siguiente, el profesor Puello, al saber que Terqueiro era de ideas políticas contrarias, aprovechó su clase de castellano para ridiculizar a Terqueiro, quien se caracterizaba físicamente por tener una nariz grande, que entre otras cosas, atraía de manera especial a las mujeres, dada sus forma griega y masculina, y le ordenó leer un verso de Quevedo, el que dice:
Érase un hombre a una nariz pegado,
“Érase un hombre a una nariz pegado,
Érase una nariz superlativa,

Érase una alquitarra medio viva,
Erase un peje espada mal barbado;
Era un reloj de sol mal encarado.

Érase un elefante boca arriba
Érase una nariz sayón y escriba,
Un Ovidio Nasón mal narigado.

Érase el espolón de una galera,
Érase una pirámide de Egipto,
Los doce tribus de narices era;

Érase un naricísimo infinito,
Frisón archinariz, caratulera,
Sabañón garrafal morado y frito. ”

Como es de esperarse de la juventud que de todo se ríe, con el sólo título leído y al verle su nariz, la carcajada colectiva no se hizo esperar. Zacarías, no se inmutó. Leyó con más fuerza y con buena entonación todo el soneto. Cerró el libro, miró con odio a sus condiscípulos, y dirigiéndose al pupitre del profesor se lo entregó y le extendió la mano para saludarlo. El profesor le ofreció su mano delgada llena de tiza, y lo miró de manera casi llena de satisfacción política y de inocencia académica; pero lo que nunca esperó, que fuera sujetada con tanta fuerza por su alumno y que éste le dijera en voz baja: “la próxima vez que se burlen de mi, lo mato.” Al otro día, se presentó Puello con la mano enyesada al Liceo. Pero aprendió la lección que le salvó la vida cuando llegó la Violencia: los educadores no deben aprovechar su investidura de educandos para influir en política o en la religión de sus alumnos.

No obstante, lo sucedido en ese primer día de clases, Zacarías se destacó más por su inteligencia; a pesar de haber salido de lo más escondido de la montaña tropical, donde boleaba el hacha como si fuera una machetilla, y jugaba agarrando a los novillos por los cachos al tener tanta fuerza en los brazos.
Cuando llegó a la universidad, la oratoria cual cónsul romano era digna de escuchar, tanto por el tono, como por el contenido jurídico. Su tesis. Resonancias tributarias en una región dominada, le mereció mención de honor cuando recibió el título de abogado.
Era tal su memoria, que pocas veces fue corregido en los exámenes orales, y su capacidad de sinopsis dejaba con la boca abierta a los profesores, cuando de escribir o explicar se trataba.
Dicen los que con él departieron, que era una dicha conversar alrededor de una botella. Le agradaba el tema serio. Admiraba a Sócrates, a Aristóteles, y se cuidaba en hablar perfecto castellano. Todo era academia y buen intelecto; pero en los primeros tragos. Cuando empezaba con el tema: “ No entiendo por qué los rebeldes, como lo fueron mis ancestros cuando se internaron en la montaña formando rochelas, protestan allá en el monte…den la cara para contradecirlos, no joda” ya sabían que los tragos empezaban su efecto negativo.
No obstante, empezar a destacarse en la academia, sus compañeros de tragos de la universidad empezaron a sacarle el cuerpo por la peleas frecuentes que armaba en las cantinas; pero muchas veces llamaban a la policía creyendo el cantinero que estaba peleando a gritos con alguien, lo que no era cierto; parecía el introito de una muñequera; pero no era raro que así fuera, dada su altanería que lo acompañó durante casi toda la vida, pues la abandonó en el hospital de Manga en su primer infarto.
Después, se produjo una mutación de su carácter a favor de las relaciones, que muchos interpretaron que se le había adelantado el Alhzaimer. Todo porque había llegado a la conclusión: que debía, en las discusiones, encontrase con la posibilidad que su contrario tuviera la razón. Ya, por esa conclusión mental positiva, no se jactaba con dejar sentada a las personas al tratar con altanería imponer su criterio como lo hacia antes, y como lo acostumbró ver con frecuencia en su familia, donde se discutían las bobadas y nimiedades como si fueran autos de fe o el veredicto de muerte de un acusado ladrón de pendejadas. Pero ya era tarde.
Cuando comprendió lo que significaba la palabra democracia, cuando vio que ese espacio mental no se daba debidamente para que la voluntad pudiera gozar de libertad, y al recordar la forma de vida de su pueblo El Cantor, y todo el litoral dominado por el Poder del centralismo, su análisis había llegado a la antigua Grecia pasando por la esplendida Roma, y el sistema constitucional de los Estados Unidos. Ese día, se emborrachó y la tristeza casi lo lleva al suicidio al verse vencido antes de haber iniciado al menos un intento de liberar a su región del régimen opresor. Eso ocurrió en plena Segunda Guerra Mundial, y estaba viviendo en Bogotá, solo, pues ya Manzana Luz había quedado abandonada en Samar. Cuando él quiso rescatarla, ya ella no le pertenecía en su amor.

Para completar el infortunio, por esos días, el centralismo había dejado perder el Istmo de Panamá, que era una continuación de su litoral Caribe, frente al mar de los lamentos y del rico son. Revueltos, son y lamentos, en un mestizaje de amor a ese entorno de brisa y playa con el toque del tambor y el sonido de la flauta, que Zacarías, al recordar y ahora saber que ya no pertenecía al mismo gobierno, produjo la separación de Panamá en su mente, un inmenso dolor y rabia, que reforzó el odio que le tenía al régimen centralista y místico, sin tener en cuenta que era el principio de su tragedia, porque ya no lo volvieron a ocupar como profesional del derecho. “Nos pudimos haber ido con los panameños, no joda” Gritaba entre trago y trago en el fondo de una cantina.

No obstante, en su desempeño como funcionario, ni la fuerza de sus puños, ni su oratoria tuvieron la fama que se ganó de honesto e incorruptible; pero su intolerancia, y celo por la función pública mal desempeñada, más sus malos tragos, fue quedando completamente solitario. Pero lo que no se le perdonaba, en realidad, era sus ideas segresionistas. Lo demás les importaba poco.

En una ocasión, recién graduado Zacarías, fue nombrado juez de aduanas en Riohacha, donde había visto por primera vez el mar, y ahora ocupaba su primer cargo público en esa ciudad. A las pocas semanas de estarse desempeñando en su cargo, un paisano le llevó una corbata holandesa de regalo. El juez recibe -concierta risa burlona- el regalo, abre una gaveta de su escritorio y guarda el paquete. A la semana siguiente, el regalo era una botella de vino italiano, y lo recibe con la misma burla y lo guarda en la misma gaveta. En otras semanas, recibió pañuelos de Boston, un chinchorro wuayoo, y varios tarros de galletas americanas. Pero un día, el paisano se presentó sin presentes.
– No me traes nada hoy, Gumersindo, ¿qué pasó?
– ¡Ay! doctor, si supiera…
– Cuéntame…
– Que ese matute que cogieron los guardas en Punta Estrella, es mío…
– ¡Hombre qué vaina!
–Y yo vengo a ver usted en qué forma me ayuda, pues los amigos son para utilizarlos, ¿No cree, doctor?
– Mira, Gumersindo… ¡primero en la puerta del cementerio, que en la puerta de la cárcel! –le gritó Zacarías mientras iba sacando los regalos y se los tiraba por la cabeza. Hasta la puerta del edificio de los juzgados cayeron galletas. El chinchorro, arrastrado, lo recogió el celador y en el durmió por muchos años. Ya Zacarías sabía que algún día iba a ir Gumersindo por el pago de sus dádivas. Lo estaba esperando como el cazador a su presa. A nadie más se le ocurrió intentar sobornar a Zacarías; pero a la Presidencia de la República llegó la carta firmada por treinta personas, por medio de la cual se pedía que quitaran a ese juez borracho.
Favor que le hicieron, se fue a vivir a Samar, y allí pidió solemnemente la mano de Manzana Luz; no obstante, el suegro, el doctor fructuoso, tuvo la premonición: “ Hija, ese hombre no te conviene”

Ya tenía el abogado Terqueiro 60 años bien cumplidos, cuando una tarde de un sábado, en un pueblo de las sabanas de Bolívar, se puso a beber como era su costumbre. Pero ahora cada vez más asceta.
Sus meritos y su inteligencia, o conocida su independencia de conciencia e insobornabilidad, y porque los altos cargos que merecía más que otros no se los dieron, no tuvo esa lucidez para quitarse de la cabeza sus resabios que adquirió en EL Cantor, cuando era un montarás adolescente. Parecía un exagerado resentimiento.
Frustrado, Zacarías Terqueiro, el alcoholismo se apoderó de su voluntad. No se podía esperar otra cosa. Dicen, que aguantó, por haber tenido una buena alimentación en su niñez.
Esa tarde discutió, de ese sábado, en una cantina de un señor de Mariquita que quedaba en toda la plaza con unos jóvenes sobre las dadivas que recibía la curia del narcotráfico, del grado de corrupción a que había llegado el sector público, la justicia y las fuerzas militares. Cruzó la plaza caminando moderato, en eses y zigzag largos con paradas repentinas, pero en dirección a la Alcaldía. Ya frente al portón custodiado por un candadito de cobre agarrado a dos argollas en la madera envejecida, Zacarías resopló como lo hacía su caballo, tomó impulso, y en tres zancadas llegó hasta donde el tacón de su botín derecho golpeó la puerta de dos hojas, con tanta fuerza, que el candadito se abrió y cayó a sus pies, y el golpe se escuchó en tres cuadras a la redonda, seguido de un grito de furia: “¡Legalicen esa maldita droga, no joda!”
No se volvió a saber nada de la vida de Zacarías Terqueiro. Unos dicen que se suicidó; otros aseguran haberlo escuchado gritar en un caserío indígena. También que lo desaparecieron, según versión de los vecinos que lo vieron por última vez cuando se lo llevaron en una radiopatrulla. Aunque algunas personas creen que su esposa Eva Manzana lo recogió y lo cuidó en una cabaña frente al mar, exactamente, en las playas de Piedra Lipe, pero que ya la mente no le respondía.
FIN

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