viernes, 13 de noviembre de 2009

EUFEMIA

EUFEMIA
Dedicado a mi amigo Alejandro Saravia.
Por: David Escobar Gómez
Hace muchos años, antes de que el mundo conociera la televisión, vivía en una aldea ganadera a la orilla de un río de aguas mansas, una familia propietaria de un buen lote de ganado. Tal cantidad, suficiente para ser considerados como los más ricos de la región, la misma que les permitía tener cuatro hijos estudiando en la ciudad más cercana a setecientos kilómetros de distancia. Cuatro hombres, atléticos e inteligentes muy sanos de cuerpo y mente, eran la esperanza de la comarca. Se esperaba que ellos tuvieran la facilidad de transformar la economía pastoril que los mantenía apartados de los grandes inventos de la Humanidad. Había una hija, la cuarta en el orden de nacimiento, llamada Eufemia, quien no consideraban merecedora de estudiar por dos razones: una, que no era costumbre darles educación a las mujeres, y segunda razón, porque la pobre era extremadamente fea. No obstante, sus padres estaban en la lista municipal de las personas con buen porte y distinción. No se explicaban, entonces, cuál fue el ancestro que había determinado que Eufemia tuviera un cuerpo desproporcionado y ningún rastro físico atractivo.
A pesar de la fealdad de Eufemia, su padre la consentía y le daba mucho cariño; la madre le tenía lástima y los hermanos ni la registraban.
Cuando su padre se sentaba en el porche de la casa en su mecedora, cuando ordenaba a sus trabajadores que le pasaran el ganado escotero por frente a su casa, era normal verlo con su hija sentada sobre sus piernas y un vaso de ron en la mano, hablándole con cariño:
– Hija, tú puedes ser fea, pero ese ganado es tuyo, y habrá quien te valore.
En el mismo sitio, cuando quedaba sola, su madre la sentaba en un mecedor más pequeño y le ponía un antifaz para que los niños de la escuela que pasaban todos los días no se burlaran de ella.
Al pasar los años, la niña fea fue creciendo desmejorándose más, pero al mismo tiempo, cada día cantaba con una dulzura tal, que hasta las mismas vacas se detenían a escucharla. Canto que se opacaba cuando llegaban sus hermanos de la universidad, quienes borrachos, armaban parrandas estrepitosas y las que casi siempre terminaban en insultos. Lapso en el cual la hermana solitaria inundada en su misma tristeza dejaba de cantar y, sin que nadie lo hubiera notado, dejaba de llover en la región y coincidió además con la irrupción de una guerra civil que duró novecientos noventa y nueve días, en la que murieron dos de sus hermanos. Murió el padre, sus otros dos hermanos se casaron y se fueron de la casa. Entonces, Eufemia quedó con su madre en la casa solariega cantándoles indiscriminadamente a todos los seres, en especial a las pocas vacas que quedaban y a cuanto ser vivo podían escuchar las bellas melodías de su preciosa expresión, y, como siempre, al otro día llegaba la lluvia y las flores silvestres agradecían. Una tarde de diciembre, mientras cantaba Eufemia, vio que dos jinetes montados en inquietos corceles se detuvieron a escucharla. Eran padre e hijo, ganaderos de otra región que estaban comprando ganado, y al escuchar cantar a Eufemia, quedaron anonadados. Eufemia apenada, dejó de cantar y entró a su habitación donde lloró otra vez su desgracia. Dejó de llorar al oír que llamaban a la puerta y salió aún con las lágrimas que le salían en dos direcciones diferentes.
– ¿Qué se les ofrece, señores?
– La escuchamos cantar, y queremos saber si usted tiene marido –habló el padre.
– No. ¿Por qué?
– Porque siendo yo ciego de nacimiento, estoy seguro que seré el hombre más feliz del mundo si usted acepta ser mi esposa, estimada dama –dijo el joven.
– Apenas sé que es un hombre que no puede ver; si viera, con seguridad cambiaría de parecer, caballero.
El joven no contestó. Se acercó a su cabalgadura y tomando su violín, con las cuerdas que vibraron de amor, le dedicó una bella melodía que escuchó una vez interpretar a unos campesinos de los Alpes.
Al otro día, en medio de un torrencial aguacero, el ciego sacó a Eufemia de su casa para llevársela para siempre. Sin embargo, a la semana siguiente, al mediodía, el cielo pareció nublarse sin escucharse el canto llamador de la preciosa voz y una nube de langostas cubrió los pastos y las cementeras.
Y así Eufemia, se convirtió en la esposa de un gran violinista, con el que se fue a vivir a Nueva York con la esperanza de dejar a sus descendientes en mejor pasto. Dejó de llover y la sequía en la región ancestral trajo el hambre y la desolación.
FIN

Samar, marzo de 2009

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