sábado, 14 de noviembre de 2009

YO TAMBIEN TENGO MIS ARMAS

YO TAMBIEN TENGO MIS ARMAS.
Ahora, nos vamos, Prima cachaca, para la ciudad de la hermosa bahía: Samar con un cuento del suscrito. Para que se bañe en el mar y si quiere y no sabe, la enseño a nadar.

Cuando presenté el examen de admisión a la Escuela Naval de Cadetes en el Batallón Córdoba de la ciudad de Samar, no recuerdo ahora, cuarenta y cinco años después, si tuve alguna sensación o preocupación por el resultado, creo que me daba lo mismo ser o no ser seleccionado. Pero lo que jamás podré olvidar ese día, fue la visita a mi hogar de la comisión de la selección compuesta por un capitán de navío y un psicólogo examinador.
Estaba en casa de unos vecinos, haciéndole la visita a mi muy adorada Josefina. Por la noche, llegó mi hermano menor para informarme que unos señores de la Armada estaban en mi casa visitando y que debía estar allá, pues es parte importante en los planes de selección de la institución saber la composición familiar del futuro oficial naval. Corrí hacia la casa asustado y muy sorprendido; ya mi madre les atendía la visita en la sala principal.
– Los señores quieren saber de nosotros –me dijo muy entusiasta, pues ella fue la persona más interesada en mi carrera militar.
– ¿Y Ale*? –le pregunté preocupado y ella me contestó también preocupada.
– Está en la habitación y llegó con tragos.
Ante esa observación no supe que determinación tomar, pero mi madre me insinuó que no había alternativa diferente: comunicarle que los señores de la armada querían hablar con él. Mi padre estaba acostado y solamente vestía los tradicionales calzoncillos largos blancos, y su figura de casi dos metros de largo remataba con el pelo despeinado, propio de los borrachos caribeños.
– Ya voy –me contestó con dureza cuando le dije que lo esperaban los de la armada y regresé a la sala deseando que nunca se apareciera en ese estado, pues hasta ahí llegaría mi carrera militar que entre otras cosas, no estaba muy entusiasmado que digamos; sin embargo, me daba vergüenza que ese fuera el motivo por el cual me rechazaran. Mi padre era un bohemio muy leído y dominaba la literatura hablada, como acostumbraba decir, le gustaba escribir cuentos; pero lo que más le caracterizaba, era una exquisita conversación acompañada de un humor bucólico, respetuoso en el sentido más profundo de su significado y jamás, amigo de las palabras obscenas, y como dicen en el caribe garciamarquiano, mamaba gallo en su peculiar manera cuando el personaje le permitía. No obstante, cuando se trataba de una conversación seria, mostraba que era un hombre culto y que sabía dominar el agradable arte de conversar. Cualidad ésta, que sin duda alguna, era motivo para ser blanco de los amigos de Baco, y por eso libaba con frecuencia y recibía muchas invitaciones.
Mi madre, también conversadora, no dejaba de hablar para entretener el rato imprevisto. Yo estaba sentado frente a los dos visitantes, quienes estaban en el sofá de ratán muy cómodos escuchándola. De un instante a otro, entró primero el silencio absoluto al recinto social de nuestra casa del barrio Libertador. Después entró la sorpresa y se posesionó en el rostro de los investigadores, cuyas miradas iban dirigidas encima de mi cabeza, como si hubiesen quedado petrificados para siempre, ni siquiera espabilaban. Cuando vi que mi mamá agachó la cabeza y se la rascó, me di cuenta que algo estaba de tras de mí y giré mi cabeza en el momento preciso en que mi progenitor decía con vehemencia:
– ¡Si ustedes son de las armas, yo también tengo mis armas!
El oficial y el sicólogo, mudos, vieron estupefactos a un hombre grueso, alto, con un sombrero vueltiao que se quitó en ese momento dejando al descubierto sus pelos al estilo Don King, o Einstein. Pensé que ellos pensaban que estaban frente a un demente y que no tenían escapatoria, porque presentarse a la sala en calzoncillos, con una escopeta terciada, una canana con un Colt .45 de un lado y del otro lado un Smith and Wesson calibre .36, eso no es más que una salida de un loco de remate. En su mano derecha agarraba un hermoso sable que había sido de un hermano militar ya fallecido, en la otra portaba la espada en cruz, una de las que utilizaron los combatientes de la famosa Guerra de los Mil Días y la cual guardaba como una reliquia, como en efecto lo era. Para completar su arsenal bélico, un machete con la cacha de cabeza de león colgaba por su pierna derecha, y así, en esa facha, estaban ellos ante la imagen de un bandolero que podía de un momento a otro empezar a rodar cabezas. Le faltó el cuchillo de la cocina y la piedra de machacar. Para completar el suspenso, sus ojos azules miraban detenidamente a cada uno de los asustados y arrepentidos forasteros, pero les miraba con la misma dureza como Atila, el sanguinario huno, daba sus instrucciones antes de empezar la batalla a cada uno de sus generales. Actitud ésta fingida de la expresión del rostro agresivo, muy propia en él, y por medio de la cual le agradaba burlarse de la gente que no lo conocía. Ya frente a ellos, y en medio del ruido de los fierros, empezó a colocar todas las armas sobre una mesa para adornos, mueble que lo separaban de sus posibles víctimas, y la que apenas le llegaba a sus canillas desnudas que calzaban sus pies en unas abarcas de tres puntos. Cuando estuvieron todas las armas sobre la pequeña mesa de centro de sala, se escuchó nuevamente su voz, pero esta vez con menos agresividad y les ha dicho:
– Señores, como veo que ustedes no traen armas, he depuesto las mías, y ahora sí podemos hablar de hombre a hombre.
Yo estaba convencido que los funcionarios iban a levantarse ofendidos, y que se marcharían inmediatamente; pero puedo asegurar que el miedo aún los tenía sujetados a los cojines, y como no se escuchaba ninguna interpelación, empezó un discurso muy diferente en un tono muy reposado, como si se tratase de otra persona.
– En la vida del hombre, – empezó diciendo, y después de un largo minuto, continuó– desde su creación, no ha habido nada más trascendental que el amor. –miró a mi mamá y los volvió a mirar con ganas de hacerles daño, y prosiguió después de la pausa que parecía eterna–. Pero para que un congénere pueda vivir inmerso en el amor, primero que todo tiene que tener claro el respeto humano; pero no solamente debemos exigirnos respeto, …ni darlo, debemos procurar llevar una vida…¡ digna!. No hay otra manera de vivir la vida con amor, si no hay dignidad. Es que no hay, señores de las armas, otra manera en la vida que nos lleve a la felicidad si no comprendemos el reino del amor. Cristo murió convencido que el hombre debe ser respetado y por supuesto, amando a nuestros semejantes podemos construir una vida mejor. No hay otra manera de estar en este mundo, en paz, si no respetamos las diferencias, si no nos amamos, si no comprendemos que el entorno hace parte de nuestro ser, ¡todos somos entorno! Y yo creo que ustedes, hombres de armas tomar… tienen eso claro; porque…de no ser así, las puertas están abiertas, …de par en par; para que tomen el camino de la comprensión; y para llegar a tener un objetivo común de comportamiento, el hombre, en su sabiduría, creó las instituciones; pero éstas de nada sirven si no hay amor en nuestros corazones. Y para tener dignidad, es menester la disciplina.
Entonces, antes estas palabras de tono académico y sermoniático, noté que ya el aire les había entrado nuevamente a los pulmones, y el par de cachacos aprovecharon para mirarse entre ellos y acomodarse en la poltrona con una risa nerviosa todavía; pero no quería decir esa postura que estaba aceptado como recluta. Mi padre habló otras cosas y cuando ya no tenía nada más que decir entre las pausas de enorme suspenso, dio por terminada la visita..
– Llévalos en el jeep– Me dijo, se levantó y agregó – Cuenten con mi aprecio.
Prendí el vehículo con cierta tristeza y pena, y ellos se embarcaron en silencio, como aceptando que los llevara hasta el batallón en donde estaban alojados lo más rápido posible. Cuando ya habíamos pasado las quince cuadras, alejándonos de mi casa, escuché que uno de los dos se pronunció al constatar que había pasado el peligro.
– Que susto no hizo pasar tu papá–dijo, y el otro agregó: –Pero es un señor muy interesante.
Yo no tuve palabras para hacer cualquier comentario, no para defenderlo o para elogiarlo, ni para pedir disculpas, más bien estaba disgustado como el fruto de una frustración.
Exactamente al año de esa visita, regresaba yo de Cartagena con un cese militar y en la tula el recuerdo de haber visto publicado en la revista La Corredera, de la Escuela Naval, por mi primera vez en mi vida, un cuento corto en forma de carta firmada por un recluta; pero también el sin sabor que no apareciera mi nombre como el autor, y por supuesto nadie habría de creerme entre mis compañeros y mis superiores. Posiblemente si lo sabía Juan Manuel Santos, compañero de contingente y hoy ministro, pues él hacía parte del comité editorial y nuestras relaciones no fueron buenas, por él pagué un día de calabozo, pero aún recuerdo ya sin odio ni rencor, mi puño derecho de dotación personal acercándose a su rostro de terror, y el nudillo del dedo índice sobresaliendo de la muñeca para que el golpe hiciera más daño. Según instrucciones de mi asesor en boxeo, don Enrique Escobar De la Hoz.

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