miércoles, 25 de noviembre de 2009

COMUNICADO UNIVERSAL NUMERO UNO

COMUNICADO UNIVERSAL NÚMERO UNO
Por David Escobar Gómez

“En todos los tiempos, siempre ha habido personas que se han quejado del presente, y mofado del futuro con nostalgia del ayer. ¡Parece que no existieran!”
Anónimo


Analizando la vida del hombre por sus vicisitudes inmediatas, he tenido en cuenta, para analizar, las siguientes consideraciones:
1. Que el calentamiento global, como la ira no disminuyen, y los niveles de injusticia marcan alerta amarilla, principalmente, en los países del Bojo, Tercer y Cuarto Mundo.
2. Que el rencor hace metástasis en el pegue de la indiferencia, convirtiendo el odio en un mal que huele a pandemonio, las yermas tierras de antes, ahora son almacigas, para que sufran más lo que entre los trópicos cantan y bailan.
3. Que se ha desbordado la maldad en los territorios sometidos y la candidez es acusada de rebeldía, y la inteligencia se desborda en nuevas armas; pero nunca ataca la ambición desmesurada de los dictadores y las multinacionales.
4. Que la privacidad de los magistrados de la justicia es violada de manera consuetudinaria.
5. Que la venganza está que no cree en nadie y se ufana por la sangre que derrama de los inocentes que asesina.
6. Que está represada la libertad de las naciones sin territorio, y de las etnias sin esperanza.
7. Que el egoísmo irracional dice que aumentará la dosis de terror, siempre y cuando, la envidia se alimente de resentimiento y la frustración exaspere los ánimos de los idealistas.
8. Que como se han unido en una congregación maléfica el resentimiento, la fe, la inferioridad, el temor, apoyados por la mentira y el desmedido ánimo de lucro, urge un cambio en sentido contrario.

Por lo anterior expuesto en homenaje a la grandeza del Ser humano y al ideal supremo de vivir en armonía, no queda más remedio, ante ese futuro horrendo y por la supervivencia de la especie por el lado que ama, entonces, que buena cosa es curar los males con la misma enfermedad como la mejor solución y por ello urge tomar medidas que, aunque fuera de lo normal, no debe afectarse la gravitación y la rotación alrededor de la principal fuente de energía: la democracia o el amor repartido para que alcance para todos.
Se expone, sin más allá, ni más acá, de manera amplia y categórica, sin sentimiento de inferioridad ni culpa manifiesta, menos con el dolor de la incertidumbre que, para lograr la tan anhelada paz entre las naciones y entre las mentes, descontaminar los aires, enfriar lo que se calienta, lograr el amor integral, la sencillez, el caminado elegante sereno y virtual, es menester que el mundo gire al revés. Que quede constancia: avisamos.
Por las anteriores consideraciones, con la alegría que queda adobada de bondad y con un tsunami de sinceridad ambicionando el cambio global, con el sano deseo en medio de la humildad y la potestad sideral e imaginada que se nos ha dado, sin alardes de machismo ni menos erudición, y en pro de la virtud aprovechando –como dicen- que los años pasan más rápido que antes, anunciamos que la orbe se viene de regreso.

Resuélvase: A partir del minuto menos supuesto, quizá solsticio, quizá verano, llueva, truene, o se caiga la señal: que el planeta gire en sentido contrario, de Oeste a este lado y todo quede en su puesto como hasta el presente se ha mantenido.

Observaciones: Cuando empiece el nuevo amanecer para unos, cuando el día se repita en un lado, y en el otro sea la noche la que se queda durmiendo, no debéis tener temor, ¡nunca! Ni aprovechar el instante para sacarle provecho económico a la circunstancia como en el pasado hiciesen los que se hacen ahora los de la vista gorda, lo que debéis aprovechar es, ver la cara oculta de la Luna, pues ésta continuará girando como lo viene haciendo desde que el mundo es mundo, pues ella, haciéndose la desentendida pero con la amplia franqueza que la caracteriza, ha cumplido su misión de protegernos de los asteroides que envían los terroristas infinitos y de magistral manera sabe Ella, subir la sabia de nuestros vegetales por entre las obscenas ramas y, si ofusca o altera a algunos mortales con su proceder: ¡allá ellos!
Cuando el planeta se detenga; no os preocupéis por la gravedad de la frenada, pues ella misma con su fuerza mayúscula incansable, sabrá mantenernos sujetos a la tierra que nos vio nacer, la misma que está cubierta en gran parte por el sufrimiento azul, la misma que inspiró al poeta, donde la mujer practicó la cantaleta y donde el sabio dijo: más vale tarde que nunca, pero si te conoces, incluyéndote en la naturaleza.

Esperanzas: Que las manecillas del reloj se detengan; pero que arranquen en sentido contrario a recorrer el tiempo pasado con la ambición de corregir el daño infringido a nuestros ancestros con sus atrasos y falsas creencias, entonces, todos de la mano unidos, conociendo los entresijos del entorno, más todos los elementos del medio ambiente, cantando, bailando, exterminar de la faz de la tierra de todos los dialectos y de todos los idiomas las palabras ofensivas, las que tanto daño han causado a las generaciones anteriores. Y convenir nuevas palabras, porque con las que tenemos no son suficientes para…
Mientras tanto, que se retroceda hasta los momentos aquellos, infames y desgraciados, que se permitió maltratar a las mujeres y a los niños, el que se perdió el respeto a los Derechos Humanos y en el que gobernante quiso perpetuarse en el poder, y se castigue a los culpables testaferros; pero a su debido turno perdonando a los leales, que por demócratas, le siguen la corriente a las dictaduras.
Que en la medida en que avanza el Tiempo transitado de reversa, se destapen las fosas de la impunidad y se aclare la hora, y el día preciso en que el inventor del engaño recorrió caminos, valles y playas colocando sus bancos financieros, pirámides, templos, trampas, minas quiebra patas montado en el potro salvaje del nacionalismo sembrando capital de yuca mansa y cagajón, ya sea predicando la alternativa sonora del rico son, o explotando los recursos sin compasión.
Para que se dude de lo positivo porque puede ser falso. Cierto es el dolor que produce el trastoque de un hijo muerto que su madre despidió vivo una mañana, y falsa la ceremonia de recompensa por su eliminación, como la medalla impuesta en marcial ceremonia, ¡Vaya y compre una mortaja!. Que se respete la seriedad de un cadáver y el dolor de la madre, aunque sea ésta una víctima de la pobreza, que no se diga ausente de nobleza.
Tampoco se diga que tenemos pacto con el Maligno, ni mucho menos que dejamos empeñada el alma que no tenemos, pues la cambiamos en un remate por la mente que orgullosos mostramos.
Queremos aprovechar para pedir de rodillas, con la mayor de las clemencias, después de las siete venias, ¡por favor! que se acaben las indulgencias, que se acaben las militares prebendas, los obscenos subsidios al agro colombiano. ¡Gloria a la solidaridad! ¡Honor a la verdad!
Al retroceder en busca del período pasado, girando en sentido opuesto en que veníamos, que por fin podamos empezar nuevamente a matarnos sin hacernos tanto daño los unos a los otros, por los siglos de los siglos y a robar amores se diga punto com y que vivan las multinacionales, que vivan las condecoraciones, que legalicen lo ilegal.

Preparado este comunicado para el día más largo y la noche más oscura de la eternidad, cuando veamos con asombro que, donde se ocultaba el Sol, ahora nazca un nuevo día, pero para todos por igual, y que la vida sea una que no se compre ni se venda como el cariño verdadero. Que se tenga la certeza que esa vida que se fue no volverá jamás a nuestro ser corporal; porque cuando quiera regresar, ya estaremos diseminados en polvareda. Tal vez tengamos la oportunidad de mejorar con el estudio del genoma: allá la descendencia que queremos mejorar con los adelantos científicos si se deja envolatar por la contemplación porque ahora, para adelante, es para atrás. Que en vez de ir directo al Juicio Final, vamos de retro para la creatividad absoluta y redentora: la investigadora. Y así las cosas, el génesis nos espera:
Que donde torturaban inocentes, ahora haya un café Internet rodeado de un jardín de mensajes, y seamos atendidos por las once mil niñas con sus sellos de garantía intactos, y dispuestas a danzar con sus velos transparentes, para deleite de los hombres y mujeres de buena voluntad.
Que cuando la Humanidad recuerde que hubo vicios, vulgaridad, desmadre en el deporte, corrupción en los fiscos, abuso sexual a menores, la usura; a la sazón, se conviertan en capullos las flores, las esmeraldas en dulce de guayaba y los demás males en deliciosos aromas, y por qué, no: en palabras de amor, cantos de alabanza para que la justicia sea la que grite entusiasmada por cada anotación, y ahí sí, alborote la afición; y la ambición más grande, la sublime rompe pecho: que nadie viva del temor ajeno sino de su propio trabajo, el que mejora el Producto Interno Bruto, así sea del estrato más bajo sembrando estropajo.
Que cuando el cielo se desborone y caiga sobre los incautos los pedazos de vana ilusión podrida, haya voluntarios honestos que reparen con mucha pasión la tronera que quede, y con largas escaleras de sabiduría esgrimida, reparen las goteras y hagan de la ignorancia las obras de arte jamás imaginadas, para cuando la madre pregunte con dulzura: “¿Qué quieres, mi vida?” El robot conteste como el cerdo: “A-ce-i-te- ma-ma- mía”
Comando Central Sideral
Divúlguese hasta los confines de ambos lados del Universo con toda la seriedad del cosmos y la solemnidad de sus misterios, y que alumbre en perpetuidad para bien de las generaciones venideras desplazadas por la robótica estrambótica, la dignidad y el descontento. Para que todas las naciones tengan autonomía en su territorio y respetados sus principios enmarcados en patrióticos ideales.
¡Agarraos los unos a los otros!
Firmado: Código de barras 010101020201

martes, 17 de noviembre de 2009

ZACARIAS, SE NOS OLVIDO TU NOMBRE

ZACARIAS, SE NOS OLVIDÓ TU NOMBRE


Dedicado a mi primer y último amor: Josefina


Zacarías, lleva el apellido Terqueiro de la mamá, pero le queda muy difícil esconder el carácter pendenciero de su progenitor, el coronel Valentín Ozasa, quien lo tuvo con Eva Angélica, pero más de veinte hijos con otras mujeres, éste señor de armas tomar. A sus dieciséis años cumplidos, el adolescente montarás se entera que su familia ha decidido que su tío Oscar debe llevarlo a estudiar a otra localidad de mejor nivel educativo.

Es un cambio brusco: trasportarlo del pueblo lejano escondido en el piedemonte de la serranía de Montes de Oca, por donde anida el desconocimiento y los mitos propios de la región luchan con los occidentales; llegará el pollo Terqueiro a Samar, la capital provincial de Mardearena, a estudiar bachillerato en el único centro de enseñanza secundaria -en miles de kilómetros a la redonda- el Liceo del Obispo.

Tampoco es que Samar sea lo máximo en educación y desarrollo de las ciencias; se tienen que conformar, porque las otras ciudades del Caribe están muy distantes. Tienen el mar de por medio y la ciénaga y la selva por dos costados, las que no los dejan pasar con facilidad. Dicen sus habitantes, en su permanente nostalgia, que están peor que en una isla abandona en la mitad del inmenso mar. Les queda la remota posibilidad, que algún día, sus recursos naturales sean un atractivo turístico; pero con el mismo patrón cultural educativo, otros lo dudan.

Era tal el desconcierto que, en los tiempos de la Colonia española, no sabían si pertenecían a Lima, Santo Domingo, a Cartagena, a Bogotá, o a Panamá. Para que se tenga una idea somera porque ni siquiera sabían con certeza dónde estaban parados. Tal vez eran una parte de Cipango, o estuvieron visitados por Darío el grande, y en homenaje a la esplendida UR, bautizaron un aparte de esas tierras como Urabá, o tierras del Darién.

Zacarías sabía, con convicción, que algún día le llegaría la hora, pero la de aceptar o quedarse, puesto que era una decisión, no de zoco, sino de hacha, por el grado de dificultad del camino del conocimiento que debía cruzar; porque para el sólo desyerbe, bueno es un zoco o machetilla. Pero también consideraba de machos quedarse luchando con la naturaleza, porque se sentía con todas las cualidades para hacer de la montaña un hermoso potrero para llenarlo de semovientes, díganse caballares, y por supuesto burrales, más uno que otro chivo entre tanta vaca parida.

Aunque está embutido en la orden, con todo y abarcas, ya ésta se veía venir varios meses antes, tan pronto la voz rugió y el bigote asomó tímidamente, como tigrillo inquieto recién nacido. No dejaba de ser un acontecimiento pasar de ser un muchacho cualquiera, a un adolescente que debe ser encarrilado para que no lo absorba el monte con sus brotes naturales de venenos y alucinantes y, adquirir un conocimiento del lenguaje de las ciencias, es una solución sensata que, por fortuna, estaba entre las opciones de vida.

El también quiere ir a estudiar, de eso no tiene la menor duda, pero le duele dejar su vida semisalvaje y sus primeros amores, los de ver y los de esconder. Reconoce que es un hombre del campo, como lo es cualquier campesino; le gusta montar a caballo, la cacería, jugar a los gallos, y por supuesto beber ron, jugar dominó, a las cartas y bailar con una morena bien sabrosa toda la noche hasta que los sorprenda el lindo amanecer, y que se lo deje recostar, no importa mamita que sea a palo seco, pues habrá tiempo para todo.

Para el joven, el estudio en la ciudad le parece como si fuera un amansadero de cerebros, parecido al tratamiento que se le da a los caballos y mulas, cuando de obedecer se trata. A veces pensaba que se les había olvidado; pero no eran más que ilusiones infantiles pasajeras. Como pasa el ave entre las ramas en busca de cualquier cosa que le agrade, ¿y qué podría ser? ¿Pareja, una bella flor, una semilla grata, su insecto predilecto, o esa fruta que está en cosecha?.

Cuando se iba para la serranía y pasaba más de una semana con los indígenas, le provoca quedarse para siempre; pero también, cuando estaba emparrandado, que se juntaba un domingo con otro de amanecida en amanecida, en la cantina de Ceferino, a pesar de apenas tener esa edad, -el machismo reinante lo permitía- retumbaba en las neuronas unidas las palabras que un día le dijo su tío: “ Para que se haga un hombre y aprenda a beber como un todo un macho”, palabras que llegaban a su conciencia en esas resacas estridentes¬ y tormentosas, cuando el arrepentimiento le decía que peligraba su futuro, y que así no se formaban los abogados o los intelectuales.
Como es de familia notable, en un ambiente gamonal y, a pesar de tener el rango de rochela su pueblo, la presión por tratar de salir de ese mundo que pelea para que el monte nos se los coma vivos asando mazorcas, y hablando del qué dirán; es la misma fuerza que lo obliga salir a buscar conocimiento y relación con el mundo que los ha de unir con la palabra del Redentor, con la política y todas esas cosas que se dicen de la ciudad y del universo físico, con todos sus grandes hombres que han hecho de la especie humana un caldero de pasiones en medio del adelanto científico, del dolor y del engaño; según los datos que llegan revueltos con los mitos que traen los evadidos de Cayena o los contrabandistas judíos. Y entre otras cosas, salir a ver qué bueno trajo la independencia de España, y si es verdad que vienen otra vez a reconquistar lo que dejaron perder pendejamente por la mitad, porque en cuestiones religiosas, seguían dependiendo de Europa.
La reconquista les preocupaba tanto, que internarse en la montaña se convirtió en una manera de rechazo a la autoridad, viniera de donde viniera, pues también temían que los ingleses y franceses que andaban merodeando por el Caribe se apoderaran lo que de Bogotá repudiaba.. Y ella misma, por miedo, se subió a los páramos y dejó el litoral a expensas de lo que pudiera pasarles.

De lo contrario, esas comunidades trashumantes, no tendría sentido refundirse en el monte. Saben que lo hacían para huir del gobierno despótico, encomendero, que no más quería impuestos, y nada más.
En ese desplazamiento, camino contrario a las capitales provinciales, de las primeras familias que llegaron al pié de la serranía las que se encontraron con esclavos evadidos, con expresidiarios y fugitivos de las colonias penales francesas, con indígenas heridos y con blancos pobres perseguidos por la justicia, e incluso con piratas perdidos o en espera de ser rescatados, encontraron su montaña para descuajar y armar los hogares.

A todos los unía el desprecio al gobierno basado en la aristocracia ibérica y criolla, y algo de desconfianza a un credo caracterizado por el desaforado ánimo de lucro. Pues en cuestiones clericales, en toda la región del valle, se pueden decir que pocón pocón; el sacerdocio es visto como una profesión mandada hacer para los homosexuales.
Se puede señalar, entonces, por todo lo anterior, que el muchacho está en la raya que divide a la sociedad del litoral en dos mitades claramente visibles. Una parte, está ligada a la naturaleza en su labranza y pastoreo y le ha tomado cariño a la majestuosidad del entorno con todas sus criaturas que sobreviven en medio del calor y el sufrimiento; y otra, que ansía tener otra oportunidad en cualquier parte, pues en donde están, no da más de lo mismo: sudor, lágrimas, hijos, y ganas de mamar ron en espera de la próxima guerra civil, y que, entre otras cosas interesantes de resaltar: nunca saben si ganaron o perdieron, pues todo sigue siempre igual.
Ya la decisión está tomada: “Te vas para Samar, a estudiar” le dice su madre, Eva Angélica, con autoridad, pero no pudo impedir que sus ojos se encharcaran por el dolor de verlo partir.
Zacarías, al escuchar ese veredicto familiar, entró inmediatamente en un silencio de futuro incierto de viso triunfal, encontrado con las ganas de meterse en el monte con los indios motilones; de aceptar el reto de la modernidad o de quedarse en la alegre soledad viendo como engorda el ganado, y en espera de las fiestas patronales y los carnavales. Terminó aceptando el querer de su familia, y preparó su baúl, porque también estaba de acuerdo; porque de no estarlo, otra cosa hubiere sucedido con toda seguridad, dada su altanería cimarrona.

Hasta que llegó el día más esperado de su vida. La noche anterior, dejó todas sus cosas listas y se metió en su hamaca.
En la madrugada de luna clara con trazas veraneras, el joven Terqueiro ve desde su hamaca entrar por la ventana a los murciélagos y deduce que se aproxima la hora de partir. Su habitación es la más apartada de todas las de la casa de sus ancestros, donde guardan los trastos de poco uso, y en donde anidan las gallinas cluecas en medio de las alforjas, espadas en cruz, y cantimploras que usaron en la última contienda civil.
No se equivocó. Tres toques de palma de mano sobre la hoja de la puerta de carreto, dadas con la suficiente potestad, retumbaron en la habitación que estaba cruzada por una enorme hamaca curtida de tanto sudor amasado con el polvo y los sueños, de toda clase. Luego de los tres golpes, se escuchó la voz fuerte con marcada autoridad: “ ¡Ya es hora, levántate!”. Era la voz de mando del tío Oscar; sargento mayor del Segundo Regimiento de Caballería, “percherones”, en la Guerra de los Mil Días.
– Ya salgo –contestó Zacarías con su voz recia, pero juvenil.
Se estiró en la hamaca, luego salió al patio a juagarse la boca y a orinar. Esta vez, lo hizo tutuma en mano, toalla en el hombro desnudo, de tras de la cocina. Le echó el chorro de orines a un sapo que por allí pasaba.

Ya estaban preparando las mujeres los desayunos, ayudadas por la luz de los mechones que provocaban un baile de sombras, como si estuvieran despidiendo a uno de los más queridos espíritus de la casa. El aroma de café se confundía con el de la leña que chisporreteaba en el fogón.

Pasó Zacarías por una ventana donde, precisamente, mirando hacia fuera y muy cerca, estaba Carmelita pelando unas yucas. Tan pronto lo vio ella pasar y él mirarle; le tiró la misma yuca que tenía en sus manos y le dio por la espalda.

Una risa burlona fue la respuesta del joven y se metió en el baño. Que consistía en una caseta en el fondo del patio, donde debía bañarse todo el cuerpo con jabón de bola, que le trajo su primo Reinaldo de Aruba. Mientras se echaba el agua sobre su cabeza, aprovechó para cantar inventos en respuesta a Carmelita:
“ No te olvidaréeee, mujer de mi vida, si pudiera llevarte, te llevaría… ¡ay! que por allá hay mucha mujer bonita, no me hagas esa maldá”
Carmelita era una bella joven, de quince años, que se crió en la casa Terqueiro, y hasta ese momento del lanzamiento de la yuca, no se sabía qué lazo de sangre los unía, lo que si sabían los dos, era que habían pasados momentos muy agradables en recheches inolvidables en el zarzo, en la quebrada, y vestida ella de capuchón en el salón de carnaval.

En la puerta de la casa de madera y palma, la de los Terqueiro Fuenmayor, la comitiva compuesta por el tío Oscar, Zacarías, y dos mozos de compañía: Barbosa y Perea, después de acomodar los baúles en una mula, esperaban desde sus monturas las últimas despedidas y recomendaciones para partir.

En la calle, frente a la puerta principal, está reunida la familia para desearles el buen viaje a los viajeros, pero en especial al indómito y muy atlético hijo único de Eva Angélica.

Es cuando se le acerca Carmelita, pero en una actitud muy diferente a la de la yuca; se le acercó tanto a Zacarías, que su muslo tierno rozó el mazo recién levantado de su furtivo amor y le ha dicho en susurro con inmenso amor mientras le colocaba un escapulario en su cuello cerril:
– Para que la virgen te acompañe, te aleje las malas compañías. Y Zacarías… para que no te olvides lo que me has hecho sufrir.
Le puso sus dos manos en la cara como para besarlo. Pero él la esquivó abrazándola, porque pensó que era muy capaz de morderlo. Carmelita, llorando, pero de rabia, entró a la casa corriendo. No se vieron más nunca, ni se escribieron. Pero el comiso que le mandaba a Samar, todos los meses, durante todo el bachillerato, siempre iba acompañado de alguna flor. Una vez, en medio de unos dulces de turrón de merengón, encontró un envelope pequeño con unos rizos de pelo fino de color negro. Ni se preocupó en pensar nada.
El despedido inmaduro, recordaría en ese momento los más gratos recuerdos de su vida sexual; sin embargo, entre esos recuerdos estaba el de dudar de esa actitud amorosa, porque ya le había mostrado violentamente su desconcierto, y de qué era capaz, en otras circunstancias. Esa madrugada podía repetir, por eso la prevención, pero sí la hubiera querido besar apasionadamente.
La joven piel canela, de ojos encantadores, dio muestras de mujer abandonada, pero sin derecho a revirar a lo bien hecho. A los siete meses tuvo un hijo de Zacarías, pero nunca se lo dijo a nadie, ni a él. No hay necesidad, pensó. Dados los patrones sociales que interpretaban el sentimiento de las mujeres como si fuera no más cosas de celo y calor de las hembras que debían ser sumisas ante la arrogancia de los machos. Con el visto bueno de la dueña de la vida de los humanos: la romana iglesia.

Los vecinos y otros familiares llegaron para darle el adiós, aprovechando la falta del servicio público de correo regular, para mandar recados y cartas a sus amistades, de Riohacha y Samar, como también de posesiones de mitad de camino.

Zacarías no daba muestras de nada. Apenas una leve y esporádica sonrisa burlona, o la mirada fija hacia el piso de tierra, desde su caballo preferido, que daba a entender, quien sabe cuantas cosas que le podían pasar por la mente de ese adolescente, que estaba en la lista de los hijos naturales, lo que significaba en las prácticas culturales imperantes, por su nacimiento, un lugar particular al margen de los que tenían el derecho a heredar, y por su carácter pendenciero, su futuro ya se veía oscuro; pero su lucidez mental y la libertad con la que se movía, indicaban promisión en lo intelectual, lo que borraba un mal del que no tenía culpa. Incluso, los que lo conocían, aún temían que se arrepintiera y los mandara para el carajo a todos; como era su normal rebeldía.
Mientras tanto, su madre, camándula en mano y recostada al marco de la puerta llegaba al final del tercer rosario consecutivo, pues era lo único que podía hacer: encomendar a la divinidad la suerte de su hijo, porque su punto de vista no se tuvo en cuenta.

Ella sostenía, en su manera de ver, que se debía contratar profesores extranjeros para la educación de todos los menores del pueblo. Sin tener en cuenta el credo, la filiación política, el color del cuero, el patrimonio o la clase de pelo, no sólo de los instructores; sino de los educandos sin importar que el gobierno no sufragara los gastos; porque a la larga, si cada familia hacía el esfuerzo por cada uno de sus miembros de sacarlos de manera independiente; resultaba mucho barato pagarle a uno o dos profesores traídos de cualquier parte y tenerlos por unos años más a todos los estudiantes al cuidado de quien tenían la responsabilidad de darles las buenas costumbres y educarlos, y así las cosas, la sociedad tenía que recibir los beneficios que se desprenden de tener a los críos en su propia salsa regional y valores humanos necesarios para transformar y subir de nivel. Sacar a estudiar, a los hombres, costaba un dineral. Porque las mujeres, ni lo soñaban que algún día iban a salir a educarse mejor. ¡Con tanta gallina que alimentar, y ropa que hay para lavar y remendar…!
Ya que sostenía ésta señora, apartada del asiento de mando, además, que en el estudio en el propio entorno, se facilitaba para comprenderlo y trasformarlo como es debido. Estaba completamente segura que, en las buenas relaciones: entre el hombre, la madre tierra, y el ahorro programado con destino productivo y con mucha pero con mucha observación, estaba la grandeza de su pueblo. Un día en la mitad del patio, desesperada, gritó y se espantaron las gallinas: “¡Algún ancestro se encontrará mis palabras!” El tío Oscar salió, como todos los de la casa, al patio a ver qué le había pasado.
– ¿Qué se te perdió, Eva?
– ¡El futuro!
Don Oscar la miró con tristeza, y ella entró a su habitación muy decepcionada.
Nadie la escuchaba. La pobre, al tener a su hijo con el coronel Ozasa, hombre casado, había perdido voz y voto en su casa, y con mayor razón en un escenario social y político donde las mujeres no eran ni ciudadanas. Pero le quedaba la tranquilidad mental de haber expuesto con toda la buena intención, no de madre, sino de ciudadana, y dijo, con buen tono ante las gallinas mientras les echaba el maíz sus puntos de vista, ¡con una claridad! Que quedó su discurso en el ambiente por cuatro días, hasta que llegó la zorra y se llevó dos ponedoras. Así, en su manera de ver, decía cuando oía comentar el atraso cultural: “No se le puede pedir papaya a la mafafa, y se le quitan los hijos a las madres, para completar la desgracia, peor”
Esa madrugada de enero, frente a la casa, de un momento a otro, el hijo de Eva Angélica, corrió las espuelas por el ijar de su cabalgadura, la que de inmediato respondió de un brinco, pero controlada con firmeza por las riendas por un buen jinete, éste dijo:
– Ya vengo –y partió a despedirse de Clara Josefina, de quien estuvo siempre enamorado pero no correspondido.
Nunca llegaron a nada, pero tampoco permitió que otro galán se le acercara. Dos vecinos que se atrevieron, fueron revolcados: Maximino Troncoso en el callejón de doña Amalita, y Fernándo Armengón en la cantina de Antonio Joaquín Acosta. El pobre Ferna quedó cojo para toda la vida del patadón que le dio en la chocosuela Zacarías. En esos años, a más nadie se le ocurrió cortejarla.
Pero ahora el campo había quedado despejado, no obstante, se temía su regreso, como si fuera el sanguinario Murillo, y la bella niña siempre guardó la ilusión y entretuvo su virginidad haciendo cocadas de ajonjolí y rezando a las ánimas del purgatorio.
En la mitad de la calle, frente a la residencia de su amor platónico, la bestia con dos corvetas de corcoveo, produjo el ruido de corcel encabritado que producen las herraduras sobres las piedras redondas de la calzada, acompañadas por el tintineo de los arreos y el soplido del animal. En la penumbra de la madrugada, se vio entre las patas herradas las chispas como si fueran luces de bengala.
Una luz tenue se vio venir por entre el suelo y la rendija de la puerta de la casa de don Ricardo Aguilar. De una ventanita que se abrió, se vio la carita de ángel de Clara Josefina alumbrada por una vela. La que al verla el jinete, murmuró: “A la hora que me para bolas”. En verdad, nunca habló nada serio con ella, simplemente ella sabía que estaba en la mira del amor; pero su familia trató siempre de alejarla de semejante “atarbán de monte”, como le decían.
Zacarías, puyó al animal con sus espuelas de plata y regresó al galope a su casa donde lo esperaban con impaciencia. Por el alboroto del jinete, rompiendo el silencio con el galopar por todo el pueblo, los perros reclamaron airados haberlos despertado tan temprano.
Todo el pueblo sabía que se iba Zacarías, y debió ser noticia de primera, la que se comentaría en todas las casas degustando el café del vecino, donde cada cual opina su parecer, ya sea de amigo copartidario, o de contrario que se alegra al saber que partió; pero también debió escucharse el decir neutral y respetuoso. Pueblo pequeño, infierno grande, donde las relaciones no se quieren apartar del cero conocimiento, y esto las hace difíciles, pues la inseguridad y la falta de una proyección hacia el arte basado en la disciplina, obliga a refugiarse en la amistad, la alcahueta, a la que le rinden culto y tributación a tanta pendejada sin control.

Llegó hasta a la casa y con su agilidad se tiró del caballo y se acercó con su sombrero grande que descansaba en su espalda amarrado por un barbuquejo, hasta donde estaba su madre pegada a la camándula por el índice y el pulgar, y sobre todo, con la firmeza de su fe, como palmera en playa, que aguanta veinte huracanes no más.
–¡Adiós, mamá! Ya verá usted el hombre que seré –le dijo mientras la abrazaba. Luego le puso la frente para que lo besara. Eva Angélica lo miró con tanto dolor, mientras le hacía la señal de la cruz en su pecho, que todas las mujeres que estaban en la despedida lloraron por ella, al ver esa expresión tan sentida y al mismo tiempo tan valerosa.

Eva Angélica permaneció un mes encerrada, después de la triste partida de su hijo. No más abría la puerta de su habitación para recibir los alimentos que Carmelita le llevaba, y para cambiar el agua que usaba para el aseo personal; y salió la primera vez, porque sintió que el caballo de su único hijo había llegado con el mismo alboroto ecuestre de siempre; y supuso que era él. Con su batón y el pelo alborotado que le llegaba a la cintura salió al patio por el lado de la pesebrera con la ilusión de ver a su hijo. Como en efecto pudo comprobarlo, ahí estaba ensillado: “Leoncico” pero el que lo montaba ahora era un primo de Zacarías, Bartolo, cinco años mayor, el que acababa de llegar de la finca “Condenación”
Exactamente al año de la partida de su hijo, su dolor no se había disminuido ni un grado, ni en invierno ni en el verano. Por encargo propio, pidió sentencia anticipada y le llegó el último respiro una mañana, y trancó su vida por dentro para que no se le saliera su rencor.

La partida ya era una realidad. Se sentía, a esa hora de la madrugada, el golpe bajo del pilón en las casas del pueblo acompañados de la grata algarabía y el muy claro canto de los ciento veinte gallos del pueblo llamado El Cantor. Y Algarabía que armaron sus cinco amigos de parranda que llegaron amanecidos en sus caballos para despedirlo, y entre risas y chanzas pesadas, el grupo lo acompañó un buen trecho del camino. De esa parranda con sus amigos, se la evitó el tío Oscar al llevárselo la anoche anterior a la casa de su abuelo, Carlos Jaime Ozasa, para que se despidiera del octogenario patriarca, a quien le faltaba un ojo y una pierna, que perdió en la Batalla de Nieto, por la segregación fallida de la región.
Los cuatro jinetes, más la mula de los baúles, iban por el camino real a paso largo. Cuando despuntaron los primeros rayos del sol en la lejanía, la caravana se detuvo en el potrero de Encarnación Jiménez, como estaba convenido, y bebieron café, sin apearse. Ya Zacarías mostraba una rara inquietud. Continuaron por la sabana rumbo al puerto de Riohacha, de donde Ojeda, el español, sacó perlas del fondo del mar, y tantas, como si fueran bultos de maíz, dicen los que de historia saben. Pero la inquietud del futuro estudiante era una rasquiñita que cada vez lo acosaba más.

Hasta que llegó el momento de tomar una determinación, aunque no era el momento de una conclusión precipitada, si se debía aclarar tanto fastidio. El tío Oscar, como iba adelante, no se había percatado de tanto movimiento y desespero de su sobrino rascándose; pero Barbosa, que entre otras cosa era el tutor en cosas montaraces y otras, le preguntó:
–¿Qué te pasa? Que veo que te mueves más que agua en calambuco.
–¡No joda! que me pica todo el cuerpo…
– ¿Esa vaina?
– Qué voy a saber…pero me rascan hasta las pelotas, no joda...
– ¿Qué le pasa, sobrino? –Inquirió don Oscar desde su mula, deteniéndose.
– Que me rasca el pecho y los testículos, tío, no sé...
– Deben ser chinches, o tal vez te cayó algo cuando pasamos por el bajo de Nicanor, que las zarzas tapaban el camino. Mírale, Barbosa –ordenó don Oscar.
El mozo de campo o peón de faena y a su vez tutor, le miró detenidamente el pecho a su protegido. Desde que tenía cinco años Barbosa lo vio crecer, y le tenía especial afecto; tal vez más que a sus hijos. Y su dictamen además de contundente, por ser verídico, le causó risa.
–Es pelusa de pica-pica, compañero. –Le dijo sin juzgar, pero sabía con certeza dada su experiencia en mujeres y amores, que Carmelita le había puesto pica-pica en la bolsita del escapulario, las que ya le habían bajado al pegue del las piernas, y esa irritación con el sudor produce una piquiña muy molesta. Los testigos de los recheches deberían estar muy irritados, pues la pelusa diminuta, sacada de la semilla de una maleza a más de urticante, es insoportable.
– Cuando lleguemos al arroyo Cacahuero, te bañas.
– Más bien, don Oscar, –le dijo Barbosa interponiéndose – es mejor que se bañe con leche cruda, porque esa pelusa es difícil de quitar, y después sí, un buen baño. Digo yo.
– Así es, Barbosa. Ya casi estamos llegando a la posesión de los Molina Castro, “El taburete” y seguro nos dan la leche. Vamos rápido.

Y al galope apretaron el paso para solucionar la venganza de Carmelita como lo habían ideado, y seguidamente pudieron continuar la travesía por la montaña, todavía virgencita.

Después de haber pasado por varios pastizales, la caravana penetró la sombra de un bosque de corpulentos árboles. Ya no se veía el cielo; se escuchaba el eco tardío del hacha taladora, acompañado del rugir de una manada de tigres que debían ir en dirección a la serranía. Las bestias se detuvieron inmediatamente, y sus orejas escudriñaban en todas las direcciones posibles hasta quedar detenidas hacia el oeste, y con los jinetes, dedujeron que se alejaban, como debió ser. A esa hora van de recogida los tigres, aseguró Barbosa. Al poco rato del desplazamiento por entre el bosque espeso, apenas se notaba un camino semi-cubierto que varias veces se perdía entre la maleza; pero para el ojo del animal no.
Empezó, entonces, una algarabía de aves y otros sonidos que despertaron a la selva en pleno. Los micos pasaban de un árbol a otro. Las guacamayas, con sus estridentes gritos, revoloteaban en la copa de los altos samanes y en medio de los guayacanes en flor. Los turpiales afinaban sus bellos cantos; el largo silbido de la culebra, la paloma guarumera con insistente llamado, el gavilán y el canto de los alcaravanes, más la removida de una hojarasca por el lobo pollero, tenían absorto a Zacarías. No se imaginó jamás, que no volvería a escuchar esos sonidos, de haberlo sabido, con seguridad los hubiera metido en sus alforjas, o más bien en lo más adentro de su mente inquieta y agitada por las desavenencias a la falta de padre que nunca tuvo; pero sí sabía quien era, y hasta lo respetaba. Esa sinfonía de la naturaleza incluyendo los insectos y el cascabeleo de las semillas secas mecidas por el viento, de esa mañana, lo estaban trasformando en otro ser, aunque había adquirido la costumbre de andar por los montes, sentía una extraña sensación que lo tranquilizó y no volvió a pensar en su padre, pero no lo odió, simplemente empezó a sacarlo con cariño de donde nunca quiso entrar. Le pasó por la mente, al mirar las sombras del bosque, la imagen que tenía de la diabla Feniela, un ser imaginado por Barbosa, quien le aseguraba que era “la querida” del diablo que había llevado a vivir por esos lados; muy bonita, pero tenía el defecto de poseer un sólo seno, el que parecía más bien un cacho romo.
El trayecto que sigue, lo dedica Barbosa a relatar sus aventuras amorosas con infinidad de mujeres. Las veces que ha sido encarcelado, las peleas, las luchas cuerpo a cuerpo con el tigre Malibú, los espantos que le han salido en el camino los viernes santos. Ahora, precisamente, cuando una enorme víbora cascabel asusta al caballo de don Oscar, comienza el capitulo de culebras. La voz de Barbosa es la única que se escucha en el camino; pero ha sido interrumpida en cuatro oportunidades, porque se han encontrado con unas personalidades, no de grato recibimiento en la región. Primero se encontraron con un juez de instrucción criminal; luego, con un funcionario recaudador de impuestos; al poco rato, con un comerciante de cacharros que venía acompañado por un monje catequizador. Los cuatro personajes siniestros para los locales, por no decir odiados, con seguridad nunca traían buenas noticias; no podían esconder su origen paramuno empezando, que venían vestidos con ruana y sacos de paño. Colorados, sudando y víctimas de los mosquitos, maldecían haber penetrado o llegado cerca del infierno. En un recodo, y a la sombra de un inmenso caracolí, se encontraron con “la mosca”, es el apodo generalizado de un hombre encargado de rastrear los caminos para detectar si hay guardas de la aduana para mantener informados a los contrabandistas de la región que por allí transitan. Conversaron con él, y siguió luego Barbosa hablando de las veces que había metido contrabando de Aruba a Mompóx por la ruta de Jerusalén. Nadie le interrumpía su relato. Tan buena era su entonación, de lo bien narrado, que era como si llevaran hoy día un radio a todo volumen por el camino, porque hasta cantaba entre cuento y cuento. Barbosa debía tener cuarenta y cinco años; pero aparentaba los sesenta, como sucede con los hombres que trabajan en condiciones infrahumanas entre el Trópico de Cáncer y el Trópico de Capricornio.

A las tres de la tarde llegaron a un caserío llamado Cundinamara. Almorzaron armadillo ahumado, yuca, queso y guarapo de caña. Después de un ligero debate ayudado con café, resolvieron continuar, pues pensaran quedarse a pernoctar. Algo innecesario; ya pronto llegarían al puerto.

Antes del ocaso, a lo lejos vio Zacarías el mar por primera vez en su vida, al pasar por un cerrito descuajado que permitía ver la inmensa cantidad de agua sobre un horizonte cubierto de nubes color naranja, que parecía rasgaban el firmamento con sumo cuidado. Quedó pensativo, ido. Pero cuando volvió en sí, no pudo ocultar su impresión, y dirigiéndose a Barbosa, le reclamó airado.
–¿¡Por qué no me dijiste que el mar era así, animal!?
Como Barbosa no supo contestarle, se bajó de un salto y corrió hasta donde su profesor de monte y vaquería, y de un tirón lo puso en el suelo, pues su fuerza le permitía esa manera de resolver sus conflictos. Varias veces luchó con campesinos, y a las trompadas, no hubo nadie que le aguantara una pelea, y si era a las patadas, le iba mejor. Si no es por el tío que se lo quita de encima, lo hubiera ahorcado al pobre Barbosa. Pero no fue a las buenas que el tío le hablo para disuadirlo, de una vez le atravesó la espalda con su zurriago al agreste e indómito sobrino de uno con noventa y cuatro centímetros de estatura, para que dejara de agredir a quien con tanto cariño había ayudado a crecer, y de qué manera.

A la hora de la oración, entraron al pequeño puerto de perlas, ahora, de algunos pescadores nativos revueltos con los mestizos sin privilegios, y uno que otro burócrata, que con toda seguridad, les debían cinco años de sueldo. Llegaron a la posada de un amigo copartidario, Jaime De Luque. Ya Zacarías se sentía otra persona, como si estuviera pasando por una mutación. Estaba apenado con Barbosa, pero aún le quedaba la rabia por no haberle explicado que tanta agua, se podía mantener sin derramarse. En la medida en que se retiraba de su cuna, de su infancia vivida, le invadía un temor por todo lo desconocido; pero su intrepidez salía en su defensa. Era evidente que estaba confuso, porque al mismo tiempo deseaba ser un hombre ilustrado y estaba convencido que era inteligente, y por supuesto, valiente. El pueblo, muy parecido en la arquitectura de las casas al suyo, no le impresionó, o no puso plena atención. El mar lo tenía ensimismado, por todas partes sentía el rumor de las olas, y con el olor de la lama salitrosa que saca la ola y deja en la arena con los lamentos de las palabras que se usaron hace mucho tiempo, le produjeron cierto mareo.
Se durmió pasada la media noche. Las olas del piélago antillano, en su ir y venir sobre la inclinada playa, producían la sinfonía de rumor infinito que escuchaba desde su hamaca de la pensión cerca de la mar. Rumores que escucharía durante toda la vida en distintos movimientos; lentos y misteriosos, fugas de arrebato, alegros, pero muchos sacudidos por el desasosiego de las resacas de tanto ron que pasó por su gaznate.

Al día siguiente, en la playa, el olor del salitre y el leve movimiento del viento lo tenían estupefacto, pero al ver las aves marinas volar libres por ese cielo de frescura, y al pisar la arena, le causaron cierta tranquilidad mental; no obstante, al ver los cangrejos correr a esconderse en sus huecos, una ráfaga de vacilación le golpeó la cara, y más, al verse obligado a embarcarse en una goleta.

La que está fondeada frente a él se llama “La Gómez”, y a la que mueven las ondulaciones con brusquedad al pegar el agua en las cuadernas y salpicar en crestas blancas que luego desaparecen. No le habían dicho nunca que tenía que embarcarse en ese aparato, pues las relaciones con don Oscar apenas llegaban hasta los buenos días y las buenas noches. Zacarías no preguntó, sólo se imaginaba que todo el trayecto era en bestia. Estaba muy equivocado.

De manera súbita, corre hasta donde están Barbosa y Perea, listos a regresar. Les quita el mismo caballo que lo trajo, “Leoncico”, y huye a todo galope por la calle empedrada de la aldea de las perlas, en busca de la salida en dirección a su natal poblado, El Cantor. “Adiós estudio, eso es para los maricas” pensó en su decisión insurrecta.

Lo detienen los dos mozos de compañía a cinco lenguas afuera del puerto, y lo traen amarrado como cualquier animal.
Lo izan a abordo cual bulto vario en La Gómez. Zacarías, de la misma ira, sus ojos estaban rojos y de su boca brotaba una babaza. Cuando estaba abordo sobre la cubierta, como si fuera un tiburón capturado, vio a unas señoritas que se burlaban al verlo así. Dijo entonces serenamente: “Tío, suélteme, yo se comportarme” Lo soltaron.

Esas tres señoritas, eran las hijas de Chema Daza. Pasados muchos años, se las encontró en el aeropuerto de Berlín, y habría de recordarlas con igual rencor que esa mañana en la goleta. Ellas trataron de saludarlo, pero ni las miró. Ya no estaba atado como un cerdo por las manos. Estaba elegantemente vestido con una gabardina y sombrero de fieltro de última moda, y fumaba con estilo seductor. No pasaba desapercibido el caballero, y las Dazas lo vieron pasar frente a ellas con cierta hazañosería, típica de los galanes caribeños.

Un pleito contra una empresa de aviación, por una maleta extraviada de un industrial barranquillero que contenía valiosos documentos, lo llevaron a Alemania. Fue uno de los mejores negocios que ganó en ejercicio de su profesión de abogado. Y quizás, estaba pasando por su época dorada. Al regresar, fue nombrado Consejero de Estado.

Al poco tiempo de ir Zacarías navegando por el mar de las Antillas rumbo a Samar, el vértigo lo obligó a botar el desayuno por la borda, el que se esparció para perderse para siempre en el ancho Caribe, el de los pesares. Desde ese desconocido mar, contempló la majestuosidad de la Sierra Nevada y sus picos cubiertos de blanca nieve. La goleta “ La Gómez”, pegada al litoral, y sacándole el cuerpo a los acantilados, mantenía su rumbo a la ciudad del Liceo del Obispo. Fue en ese viaje que el contramaestre le enseñó los nombres de las velas y palos, como vientos de toda clase y aprendió nudos marineros; pero no los usó.

Cuando llegaron a la ciudad cabeza de provincia de Mardearena, Samar, a las cuatro en punto de la tarde y la goleta se deslizó por las aguas mansas de la hermosa bahía adornada de playas de piedra lipe y nácar, el silencio era total abordo, hasta que se escucharon las ordenes de fondeo y un marino, con las banderas en movimiento, pedía permiso a la capitanía. Las velas, henchidas por una leve brisa que venía de sotavento, parecían estar en un grado de satisfacción naval por la labor cumplida.

Emocionado, Zacarías, se preguntaba cuál sería su suerte en esa ciudad, pero se tranquilizaba al recordar que no era el primero que salía de su pueblo en igualdad de condiciones y nada malo les había pasado. En cuantos a las relaciones, sabía que ya estaban dadas por la política; eran conservadores, y en Samar estaba el doctor Fructuoso Ordóñez, conocido combatiente respetado en la guerra y en la paz, con su pluma y su discurso sagrado. Lo que lo tranquilizaba.

Al verse inmerso en tantos adelantos en un mismo lapso de su existencia, resulta innegable decir que no estaba asustado: que la bicicleta, que los vehículos a motor sin caballos, es decir, todo le llamaba la atención. Además, de las casas sin horcones, los cañones enterrados en las esquinas en vez de estar apuntando, la moda de la ropa, los zapatos con ruedas; habrían de causarle una impresión que nunca se le borró de la mente en sano juicio, tal vez se alborotaban esos recuerdos en los desvelos, o eran su grata compañía, o antesala para mirar el pasado en ese regreso existencial de los humanos que de tanto pensar en él, parece que más bien no sirve para nada, a no ser que la esperanza de mejorar y ese pasado sirvan para algo, uno nunca sabe, pueden terminar en un cuento anecdótico; pero para otros, la causa de la pérdida de la conciencia y de la misma paciencia.

Un coche llevó a los forasteros al Hotel Español, a media cuadra del la playa de la bahía y en pleno centro de la ciudad de Samar. A tres cuadras de la iglesia de Santo Domingo y a cinco del mercadito y la gobernación.

Don Oscar, no se sabe por qué motivos, esa misma tarde, no salió enseguida con el sobrino, prefirió salir solo. “Ya vengo, no te muevas de aquí” le dijo con su prepotencia, como si estuviera en la retaguardia del Batallón del Playón de Arriba.

Zacarías, humildemente, aceptó. Quedó sentado en una de las dos camas mirando hacia un patio donde había un enorme tamarindo. El olor a salitre revuelto con cal, apenas se acomodaba en su memoria.

No demoró en oscurecer en la ciudad. Buscó algo que le diera luz, un mechón o alguna vela, sin lograr nada; entonces, en la oscuridad, recordó el momento cuando despertó ese día de su vida, sin saber que faltaba mucho por vivir, y que despertaría muchas veces completamente solo, y lo peor, abandonado. Ese día concluyó, que la oscuridad, en cierta forma es un llamado a la reflexión, pues si no se ve nada…no se puede salir para ninguna parte; en cambio la claridad, te muestra el camino, si es que quieres echar para adelante.
Cuando llegó el administrador, en medio de la oscuridad de la habitación le dijo: “Prende la luz, muchacho” y se hizo la luz accionando un interruptor que estaba guindando en la mitad de la pieza.
Zacarías recibió uno de los sustos más grande de su vida: “ ¡Ay mi madre!” gritó en su pensamiento el hijo de Eva Angélica Terqueiro, cegado por la luminosidad repentina.

Luz sin humo. No, no puede ser, eso no lo podía comprender un campesino, por muy intrépido hijo de buena familia que fuera. Cuando las pupilas se acostumbraron a esa rara claridad, jamás vista, y el administrador había desaparecido, y al ver que al jalar la cuerda que estaba pegada a la cosa esa que le parecía un calabazo de vidrio produjo la luz, el valiente Zacarías lo bajó nuevamente, y las tinieblas ocuparon el lugar donde segundos antes estaba la claridad. Así, en el prende y apaga, varias veces, en un regocijo más que infantil, de investigador; llegó nuevamente el administrador y lo regaño con dureza. “Vas a fundir el foco, muchacho”. En la completa negrura de la noche samaria, con la fresca brisa, quedó hasta que lo rescató el tío y lo sacó a pasear.

Después de recorrer varias calles, lo llevó el tío a un lugar lleno de gente, frente a un edificio grande, y ante una carretilla con toldo de colores se detuvieron.

El tío pide como cualquier comprador, dirigiéndose al dueño del toldo encarretillado: “déme dos, señor”. Zacarías recibe uno, imita al tío, y se lleva de esos cosos que son como un cono de papel que echa humo a la boca, y nunca en su vida pudo olvidar comer hielo raspado con esencia de dulce de rosa. Esa sensación quedó para siempre matriculada en el archivo de sus sabores. No gritó, porque vio que todos saboreaban con gusto; pero ganas sí tuvo. Ese hielo picado que le quemaba al bajar por su garganta, lo dejó sin respiración. No tuvo alientos para gritar. Hasta que terminó de ingerir el primer trozo de agua congelada revuelto con dulce, de toda su vida. Sensación que le quedó atorada en su mente, suspendida no más por los interminables tragos de ron; sensación que se alborotaba con la cerveza fría que libaba con bastante frecuencia; y con la nostalgia, aumentaban las ganas de beber.
En una oportunidad, por esa sensación de frío permanente, le consultó al medico que si ese no era el motivo de un catarro que no se le quería quitar. Pero cuando leyó el primer párrafo de Cien años de Soledad, años después siendo un alto funcionario del gobierno central comprendió que, aquella orden fría de fusilar al coronel Aureliano Buendía, provenía del páramo donde está la capital de la nación que los ha dominado políticamente. Recordaría también la imagen de su abuelo comandando sus veinte hombres a caballo, que le permitía, en su autonomía, el Estado Soberano para su defensa.

Pasado el raspao, entraron inmediatamente al interior de un lugar donde había mucha gente sentada en bancas. Apagada la luz del recinto sin techo, en la pantalla de cine se vio con claridad que unos hombres se movían.
–¡Tío está vainas qué es! –exclamó descontrolado mirándolo con sus ojos despepitados, y el tío lo calmó:
–El cine, mijo, el cine, ya verá más; pero cálmese.
Una figura bestial que aplastaba seres humanos y otros que corrían en estampida, eran las imágenes que se veían en la pantalla. Zacarías se levantó inmediatamente, también corrió, pero no de miedo; por ese valor adquirido al contacto con la ruda naturaleza. A este joven le sobraba energía para enfrentar lo que fuere, dado su temperamento agreste. Salió de la sala en medio de una rechifla. Como caballo desbocado, sobre la arena y polvo de las calles, Zacarías corrió sin descansar. Corrió en dirección a la playa y después de recorrer todo el camellón, descansó en una banca; pero el corazón se le quería salir. Fue en ese momento que recapacitó preguntando: “ ¿Por qué, la gente no corrió?

Aprovechó para caminar la ciudad buscando las dos materas que identificaban al hotel Español. Luego de golpear con desespero, sin esperar al tío, quedó rendido en la habitación del prende y apaga. Pero su estómago empezó a moverse. Las ganas ya no las podía contener y salió en busca de un baño. Al extremo del corredor, por fortuna, estaba la puerta abierta de un lugar en donde había un lugar adecuado, parecido a los bacinetes de los excusados de su natal El Cantor. El problema que se le presentó, fue no saber que hacer con el par de heces que flotaban en el inodoro; por no saber el mecanismo que los desocupa. Pensaba muy aturdido y desesperado cuando alguien tocó por turno. Iracundo por no saber qué hacer, decidió sacar las heces y botarlas por la ventana del baño que daba al palo de tamarindo, pues temía que le fueran a reprochar esa falta de urbanidad. Abrió bien la ventana, metió la mano en la taza y por allá se escuchó una palangana sonar en dos oportunidades consecutivas. Y salió muy serio secándose las manos en el pantalón como si nada hubiere pasado, y con la seriedad de un arma, pues su nariz de cacha de revólver ayudaba a la expresión del rostro. Regresó a su aposento de huésped.

Ya en la habitación, quedó profundamente dormido. Soñó con el hielo, con su amor que dejó en la montaña, con la bestia que salía de las profundidades del mar en el cine, y cuando se despertó al otro día, una mirada burlesca lo saludó con los buenos días, el tío estaba ahí, y en ese momento, llamaron con cierta contundencia.
Era el administrador acompañado por un particular y un policía. Motivo: la mierda que cayó sobre una palangana en el patio del vecino, quien con bastante razón, su indignación lo llevó a protestar airadamente, pues no tenía la menor duda que del hotel había salido el par de proyectiles.
–¡Hágame el favor de respetarnos! –fue la respuesta contundente del tío Oscar cuando el administrador le expuso el motivo de su visita –que nosotros somos gente decente, y además, no nos dejamos echar vainas de ningún mequetrefe, y si es necesario debatir a plomo, ¡Dígame de una vez! Y si quiere a las trompadas, que me espere allá afuera, pues la autoridad debe entender que se nos ha faltado el respeto de una manera insolente, además muy sucia.
–Es mi deber, señor atender la queja…
–¡Pero no formal! Lo interrumpió don Oscar y agregó muy alterado – que ponga el denuncio, que abogado bueno es lo que tenemos, y que no se diga más – dijo cerrando la puerta bruscamente.

Ese incidente, precipitó la salida del hotel para salir a visitar al doctor Fructuoso Ordóñez, el par de cantores; porque de todas maneras tenían que visitarlo por que había prometido ser el acudiente de Zacarías en el Liceo, donde el abogado era profesor de apologética.
Fructuoso Ordóñez, desde ese día, hizo parte de la vida de Zacarías porque se enamoró de su hija llamada: Manzana Luz de la Divina Providencia, y años después, se casaron. Este señor era un personaje fuera de serie de la sociedad de Samar, además de ser apologético y místico, su intelectualidad como su honorabilidad y caballerosidad, le mereció ser designado por el presidente de la naciente nación para ocupar la Secretaría de Educación, pero se dio el lujo de rechazarla: “Si el país está sumido en la guerra civil, y todos los establecimientos de enseñanza están clausurados,¿para qué ministro?, sírvase aceptar mi negativa, señor presidente Reyes, y se le agradece el ofrecimiento que me enaltece”

Es, a grande rasgos, la personalidad del abogado Fructuoso Ordóñez y acudiente de Terqueiro Fuenmayor, Zacarías Manuel, quien, asintiendo con la cabeza, aceptó ser acudido, luego de escuchar una reprimenda y consejos para su buen comportamiento, tanto en el colegio, como fuera de él, pues debía demostrar siempre que era un caballero conservador.

Pero en Fructuoso hay un detalle que motiva las burlas en la ciudad, además de ser un extremado guardián del Fisco y de la religión: el nombre con los que bautiza a sus hijos.
Cuando su esposa dio a luz a su hijo mayor, su suegra le preguntó por el nombre que llevaría su primogénito: “¿Se llamará como usted; Fructuoso?”
Fructuoso se quedó meditando y respondió.
– El Señor me ha dado el fruto de mi amor por una mujer a la que tanto amo, que debe llevar un nombre acorde a la fe que profesamos y al agradecimiento a la madre naturaleza que lo merece por igual –dijo estas palabras con solemnidad en el momento en que pasaba una vendedora de mangos de azúcar pregonando su producto a pleno pulmón.
– Doña Josefa: se llamará Mango de Azúcar de la Santísima Trinidad.
No sirvieron los llantos y reclamos, y para completar y fijar su autoridad, todos sus hijos llevaron nombres de frutas, con su respectiva señal cristiana de complemento. Así la costumbre bautismal, llegaron al hogar; Mango de Azúcar de la Santísima Trinidad, Manzana Luz de la Divina Providencia, Caimito Jesús de Nazaret, Naranja del Perpetuo Socorro, y Marañón José de Arimetea.
Sufrimiento grande, en toda la familia, si la criatura nacía en plana cosecha de cañandonga, porque se tenía la seguridad que no dudaría don Fructuoso en cumplir su palabra. Fue necesario poner en cada esquina de la cuadra, a dos personas para que compraran toda la palangana de cañandongas, para que no pasaran ofreciendo por el frente de la casa, cada gravidez.
Faltaban tres días para entrar al Liceo del Obispo, pero en calidad de interno requinterno, por petición de don Oscar. Tendría salida, si había buen comportamiento, cada tres domingos.
En esos tres días Zacarías los ocupó corriendo tras de los vehículos que circulaban por la ciudad, tragándose todo el polvo y a la vez compitiendo con niños menores que él, que disfrutaban también.

El domingo antes de entrar al internado, estaba Zacarías invitado a almorzar en la casa de su acudiente, el doctor Fructuoso.

La idea del internado, para el joven Terqueiro, resultó más agradable de lo que esperaba, pues encontró a varios paisanos en los cursos superiores, y esto le dio cierta tranquilidad. No obstante, el impacto cultural seguía afectando su memoria y el concepto que tenía de la vida, y ahora en el colegio, los conocimientos se encontrarían con los mitos rurales y curiacales que traía en los guacales de su formación rupestre, pero de la que siempre estuvo orgulloso; pues al conocerla, le quedó fácil asimilar y comprender el mundo de los convenios y normas con las que los humanos tejen la vida.
La invitación, el domingo, a almorzar en la casa de su acudiente, no podía olvidarla fácilmente. Hizo sonar una campanilla al llegar a la puerta, y lo atendió una criada. Se identificó, y la señora después de repetir su nombre con un grito y esperada la respuesta, abrió la puerta.
–Siga, joven… que lo esperan en la mesa.
En efecto, ya estaban en la mesa larga: el doctor Fructuoso, su hermana soltera Eufemia, y dos de sus hijas: Manzana Luz, de catorce años y Naranja de trece. Vestidas de luto riguroso por la muerte de su madre, fallecida dos años antes. Habló el doctor, con su seriedad acostumbrada.
–Ya creíamos que no iba a venir, joven Terqueiro…
– Es que me quedé viendo un barco que se estaba quemando –dijo señalando la playa, y las niñas se rieron; pero bruscamente callaron al ver la mirada fulminante de su padre, quien las miró con sus ojos azules, fríos, más parecían mirada de culebra que la se un ser humano.
– ¿Por qué cree que se estaba quemando, joven?
– Porque echaba mucho humo, doctor –dijo un poco confundido. Las niñas volvieron a reír y repitió la mirada fulminante que las detuvo.
– Ese es un vapor, joven, ya tendrá tiempo de conocerlos mejor, confórmese con saber que ese humo no es incendio provocado, sino el respirar de las calderas –le habló con serenidad y al ver que estaba despeinado, agregó señalándole con la mirada –ahí, en ese aguamanil se puede lavar las manos y peinarse, y venga pronto que vamos a rezar.
Zacarías ocupó el puesto asignado, justo, frente a Manzana Luz Divina.
El señor de la casa en la cabecera de la mesa, como ha sido la costumbre en los hogares decentes. Una señora flaca, de cabellos completamente blancos, estaba al otro extremo. Es la señora Eufemia, quien no tuvo la oportunidad de tener un hombre entre sus brazos, ni los deseó, ella misma se burlaba de su feura. Además, sus cinco hermanos tampoco lo hubieran permitido. Fructuoso le rogó que se internara en un convento de claretianas. Hasta que un día le dijo ella aburrida de recibir el mismo pedido: “La próxima vez que me hagas una insinuación de esas, Fructuoso, te hecho esta mica llena de orines por la cara” Y lo hubiera hecho, pero más nunca le insistió el hermano mayor, quién entre otras cosas, había heredado toda la fortuna de su padre y la manejaba a su antojo. Pero con la voluntad de su hermana no pudo.

Volviendo a la escena de la mesa de ese domingo en que Zacarías conoció a su esposa. En un comienzo, se dedicó a comer, no miraba a ninguna parte, hasta que escuchó nuevamente al doctor presentando a su familia dirigiéndose a él. Cuando le llegó el turno a Manzana Luz, quedó de una vez enamorado.

La niña es completamente rubia, y de una belleza angelical. Zacarías la miró fijamente a esos ojos azules, y pensó que era ciega, se atrevió a guiñarle el ojo y la niña se ruborizó, bajó la mirada; pero enseguida le devolvió una risa de aceptación.

Terminada la cena principal del domingo, el doctor Fructuoso le ordenó a Zacarías tomar un libro de su amplia biblioteca de pared a pared, que estaba seguida del comedor. Cualquiera que tomara, del lado que le señaló, trataba de vidas ejemplares. Regresó con “La vida y sueños del hombre-dios” de un autor desconocido y se lo entregó al dueño de la casa.
– Es para que lea, joven –le dijo con cierto sarcasmo.
Las niñas rieron, pero la fuerte voz de Zacarías las aquietó, y porque debían atender la lectura; en cualquier momento el padre les preguntaba sobre el tema. Como en efecto aconteció, Manzana, en medio de la turbación, comprendió que debía impresionar e hizo un apequeña síntesis de la lectura, después de haber aguantado las ganas de reírse.
La siesta dominguera no se debía perder, y Zacarías salió enamorado a esperar en su pieza de doña Rafaela, donde estaba alojado después del incidente en el hotel Español.
Esa tarde, con su baúl, estaba en la puerta del internado con más de cincuenta internos venidos de pueblos tan distantes, que era la primera vez que escuchaba sus nombres.

Cuando le correspondió el turno de bañarse, al otro día, no podía entender que, de un tubo pegado en la pared, saliera agua. La inquietud la resolvió a su manera. Durante el almuerzo observó que había unos jóvenes auxiliares de cocina y comedor, que entraba y salían con platos y bandejas, y antes de entrar al estudio dirigido, se encontró con uno de ellos, y sin mediar saludo, lo abordó con la pregunta.
– ¿Tú sabes por dónde le entra el agua al colegio?
– ¡Eche!, por el acueducto –dijo con burla el negrito pelo liso.
No terminó de hablar, cuando ya estaba suspendido del suelo agarrado por el cuello el inocente auxiliar de cocina, quien apenas balbució:
–Suéltame, loco de mierda.
Las manos del estudiante apretaron más, y la lengua empezó a salirle al empleado menor, y sus ojos buscaban salirse llenos de lágrimas, mientras su estomago se removió con plena libertad. Zacarías escuchó claramente unas palabras de mujer: “Déjalo, lo vas a matar” Lo soltó, no por compasión, sino porque no vio a nadie a su alrededor. Ese incidente, lo indujo a una reflexión que le duró trece años, hasta que un borracho, en una cantina, se burlo de él cuando se la contó como posible aparición de la virgen.

El primer día de clases, tuvo dos incidentes: uno de conocimiento, y otro de comportamiento. El primero, fue cuando después de escuchar al profesor Castañeda discernir sobre la tierra, la que decía que “Es achatada como una arepa asada” y explicar con amena y didáctica manera todas las formas de que está compuesta, y además sus fenómenos atmosféricos, Zacarías quedó esperando que hablara del Cielo y del Infierno, en igualdad de entonación, y más, si se trataba de la morada del Señor. Como no escuchó más y el profesor dio la clase por terminada, su valor lo llevó a preguntar:
–Profesor, ¿Dónde queda entonces, el Cielo y el Infierno?
Todos los alumnos rieron a carcajadas. Pero la mala suerte del condiscípulo que estaba adelante llevó la peor parte. Fue agarrado por Terqueiro por el cuello y sacado del pupitre, hacía atrás, con tanta fuerza, que la risa se detuvo. El profesor no lo alcanzó a ver. Ya estaba de salida recogiendo sus cosas.
A la clase siguiente, el profesor Puello, al saber que Terqueiro era de ideas políticas contrarias, aprovechó su clase de castellano para ridiculizar a Terqueiro, quien se caracterizaba físicamente por tener una nariz grande, que entre otras cosas, atraía de manera especial a las mujeres, dada sus forma griega y masculina, y le ordenó leer un verso de Quevedo, el que dice:
Érase un hombre a una nariz pegado,
“Érase un hombre a una nariz pegado,
Érase una nariz superlativa,

Érase una alquitarra medio viva,
Erase un peje espada mal barbado;
Era un reloj de sol mal encarado.

Érase un elefante boca arriba
Érase una nariz sayón y escriba,
Un Ovidio Nasón mal narigado.

Érase el espolón de una galera,
Érase una pirámide de Egipto,
Los doce tribus de narices era;

Érase un naricísimo infinito,
Frisón archinariz, caratulera,
Sabañón garrafal morado y frito. ”

Como es de esperarse de la juventud que de todo se ríe, con el sólo título leído y al verle su nariz, la carcajada colectiva no se hizo esperar. Zacarías, no se inmutó. Leyó con más fuerza y con buena entonación todo el soneto. Cerró el libro, miró con odio a sus condiscípulos, y dirigiéndose al pupitre del profesor se lo entregó y le extendió la mano para saludarlo. El profesor le ofreció su mano delgada llena de tiza, y lo miró de manera casi llena de satisfacción política y de inocencia académica; pero lo que nunca esperó, que fuera sujetada con tanta fuerza por su alumno y que éste le dijera en voz baja: “la próxima vez que se burlen de mi, lo mato.” Al otro día, se presentó Puello con la mano enyesada al Liceo. Pero aprendió la lección que le salvó la vida cuando llegó la Violencia: los educadores no deben aprovechar su investidura de educandos para influir en política o en la religión de sus alumnos.

No obstante, lo sucedido en ese primer día de clases, Zacarías se destacó más por su inteligencia; a pesar de haber salido de lo más escondido de la montaña tropical, donde boleaba el hacha como si fuera una machetilla, y jugaba agarrando a los novillos por los cachos al tener tanta fuerza en los brazos.
Cuando llegó a la universidad, la oratoria cual cónsul romano era digna de escuchar, tanto por el tono, como por el contenido jurídico. Su tesis. Resonancias tributarias en una región dominada, le mereció mención de honor cuando recibió el título de abogado.
Era tal su memoria, que pocas veces fue corregido en los exámenes orales, y su capacidad de sinopsis dejaba con la boca abierta a los profesores, cuando de escribir o explicar se trataba.
Dicen los que con él departieron, que era una dicha conversar alrededor de una botella. Le agradaba el tema serio. Admiraba a Sócrates, a Aristóteles, y se cuidaba en hablar perfecto castellano. Todo era academia y buen intelecto; pero en los primeros tragos. Cuando empezaba con el tema: “ No entiendo por qué los rebeldes, como lo fueron mis ancestros cuando se internaron en la montaña formando rochelas, protestan allá en el monte…den la cara para contradecirlos, no joda” ya sabían que los tragos empezaban su efecto negativo.
No obstante, empezar a destacarse en la academia, sus compañeros de tragos de la universidad empezaron a sacarle el cuerpo por la peleas frecuentes que armaba en las cantinas; pero muchas veces llamaban a la policía creyendo el cantinero que estaba peleando a gritos con alguien, lo que no era cierto; parecía el introito de una muñequera; pero no era raro que así fuera, dada su altanería que lo acompañó durante casi toda la vida, pues la abandonó en el hospital de Manga en su primer infarto.
Después, se produjo una mutación de su carácter a favor de las relaciones, que muchos interpretaron que se le había adelantado el Alhzaimer. Todo porque había llegado a la conclusión: que debía, en las discusiones, encontrase con la posibilidad que su contrario tuviera la razón. Ya, por esa conclusión mental positiva, no se jactaba con dejar sentada a las personas al tratar con altanería imponer su criterio como lo hacia antes, y como lo acostumbró ver con frecuencia en su familia, donde se discutían las bobadas y nimiedades como si fueran autos de fe o el veredicto de muerte de un acusado ladrón de pendejadas. Pero ya era tarde.
Cuando comprendió lo que significaba la palabra democracia, cuando vio que ese espacio mental no se daba debidamente para que la voluntad pudiera gozar de libertad, y al recordar la forma de vida de su pueblo El Cantor, y todo el litoral dominado por el Poder del centralismo, su análisis había llegado a la antigua Grecia pasando por la esplendida Roma, y el sistema constitucional de los Estados Unidos. Ese día, se emborrachó y la tristeza casi lo lleva al suicidio al verse vencido antes de haber iniciado al menos un intento de liberar a su región del régimen opresor. Eso ocurrió en plena Segunda Guerra Mundial, y estaba viviendo en Bogotá, solo, pues ya Manzana Luz había quedado abandonada en Samar. Cuando él quiso rescatarla, ya ella no le pertenecía en su amor.

Para completar el infortunio, por esos días, el centralismo había dejado perder el Istmo de Panamá, que era una continuación de su litoral Caribe, frente al mar de los lamentos y del rico son. Revueltos, son y lamentos, en un mestizaje de amor a ese entorno de brisa y playa con el toque del tambor y el sonido de la flauta, que Zacarías, al recordar y ahora saber que ya no pertenecía al mismo gobierno, produjo la separación de Panamá en su mente, un inmenso dolor y rabia, que reforzó el odio que le tenía al régimen centralista y místico, sin tener en cuenta que era el principio de su tragedia, porque ya no lo volvieron a ocupar como profesional del derecho. “Nos pudimos haber ido con los panameños, no joda” Gritaba entre trago y trago en el fondo de una cantina.

No obstante, en su desempeño como funcionario, ni la fuerza de sus puños, ni su oratoria tuvieron la fama que se ganó de honesto e incorruptible; pero su intolerancia, y celo por la función pública mal desempeñada, más sus malos tragos, fue quedando completamente solitario. Pero lo que no se le perdonaba, en realidad, era sus ideas segresionistas. Lo demás les importaba poco.

En una ocasión, recién graduado Zacarías, fue nombrado juez de aduanas en Riohacha, donde había visto por primera vez el mar, y ahora ocupaba su primer cargo público en esa ciudad. A las pocas semanas de estarse desempeñando en su cargo, un paisano le llevó una corbata holandesa de regalo. El juez recibe -concierta risa burlona- el regalo, abre una gaveta de su escritorio y guarda el paquete. A la semana siguiente, el regalo era una botella de vino italiano, y lo recibe con la misma burla y lo guarda en la misma gaveta. En otras semanas, recibió pañuelos de Boston, un chinchorro wuayoo, y varios tarros de galletas americanas. Pero un día, el paisano se presentó sin presentes.
– No me traes nada hoy, Gumersindo, ¿qué pasó?
– ¡Ay! doctor, si supiera…
– Cuéntame…
– Que ese matute que cogieron los guardas en Punta Estrella, es mío…
– ¡Hombre qué vaina!
–Y yo vengo a ver usted en qué forma me ayuda, pues los amigos son para utilizarlos, ¿No cree, doctor?
– Mira, Gumersindo… ¡primero en la puerta del cementerio, que en la puerta de la cárcel! –le gritó Zacarías mientras iba sacando los regalos y se los tiraba por la cabeza. Hasta la puerta del edificio de los juzgados cayeron galletas. El chinchorro, arrastrado, lo recogió el celador y en el durmió por muchos años. Ya Zacarías sabía que algún día iba a ir Gumersindo por el pago de sus dádivas. Lo estaba esperando como el cazador a su presa. A nadie más se le ocurrió intentar sobornar a Zacarías; pero a la Presidencia de la República llegó la carta firmada por treinta personas, por medio de la cual se pedía que quitaran a ese juez borracho.
Favor que le hicieron, se fue a vivir a Samar, y allí pidió solemnemente la mano de Manzana Luz; no obstante, el suegro, el doctor fructuoso, tuvo la premonición: “ Hija, ese hombre no te conviene”

Ya tenía el abogado Terqueiro 60 años bien cumplidos, cuando una tarde de un sábado, en un pueblo de las sabanas de Bolívar, se puso a beber como era su costumbre. Pero ahora cada vez más asceta.
Sus meritos y su inteligencia, o conocida su independencia de conciencia e insobornabilidad, y porque los altos cargos que merecía más que otros no se los dieron, no tuvo esa lucidez para quitarse de la cabeza sus resabios que adquirió en EL Cantor, cuando era un montarás adolescente. Parecía un exagerado resentimiento.
Frustrado, Zacarías Terqueiro, el alcoholismo se apoderó de su voluntad. No se podía esperar otra cosa. Dicen, que aguantó, por haber tenido una buena alimentación en su niñez.
Esa tarde discutió, de ese sábado, en una cantina de un señor de Mariquita que quedaba en toda la plaza con unos jóvenes sobre las dadivas que recibía la curia del narcotráfico, del grado de corrupción a que había llegado el sector público, la justicia y las fuerzas militares. Cruzó la plaza caminando moderato, en eses y zigzag largos con paradas repentinas, pero en dirección a la Alcaldía. Ya frente al portón custodiado por un candadito de cobre agarrado a dos argollas en la madera envejecida, Zacarías resopló como lo hacía su caballo, tomó impulso, y en tres zancadas llegó hasta donde el tacón de su botín derecho golpeó la puerta de dos hojas, con tanta fuerza, que el candadito se abrió y cayó a sus pies, y el golpe se escuchó en tres cuadras a la redonda, seguido de un grito de furia: “¡Legalicen esa maldita droga, no joda!”
No se volvió a saber nada de la vida de Zacarías Terqueiro. Unos dicen que se suicidó; otros aseguran haberlo escuchado gritar en un caserío indígena. También que lo desaparecieron, según versión de los vecinos que lo vieron por última vez cuando se lo llevaron en una radiopatrulla. Aunque algunas personas creen que su esposa Eva Manzana lo recogió y lo cuidó en una cabaña frente al mar, exactamente, en las playas de Piedra Lipe, pero que ya la mente no le respondía.
FIN

sábado, 14 de noviembre de 2009

EL RETEN DE VISTA HERMOSA

Por David Escobar Gómez
Ayer, en una vivienda campesina que no era la de él, en un catre de hierro durmiendo sin colchón, encontramos a un hombre infortunado amansando su dolor, su ofuscación.
A pesar de todo, estuvo dispuesto a darnos su versión. Recostada a la pared de tabla, perpendicular a la puerta de entrada y en medio de un sobrio decorado, esa cama hacía la mejor parte de los haberes entre sucios y queridos que ahora albergaban a un hombre que habíamos estado buscando hacía un mes. Fue enfático en que no contestaría preguntas a congéneres que no fueran sus jueces y empezó su libre declaración.
– Venga le cuento, –empezó diciéndome con las manos de almohada y mirando al techo – señor: Yo nací hace sesenta años en las faldas de una montaña, precisamente en la vereda El Venado. Me bautizaron con el nombre de Germán para que lo llevara toda la vida con el apellido Aguilar; pero soy más conocido ahora como el cabo Aguilar, el del retén de Vistahermosa.
Con la mano nos indicó, señalando la grabadora de sonidos, que no quería quedar gravado en su declaración amistosa, y le hicimos caso, y continúo con un cantar en la entonación, que daba la impresión de estar saboreando una tragedia.
– Yo sé a lo que vienen, pero déjeme decirles, caballeros, cosas de mi vida que considero prudentes. Ya estaba esperando mi pensión de jubilación, no sé cómo quede ahora, sólo me faltó o me falta que me acepten mi petición pues tiempo de servicio me sobra y por edad, ya se sabe que pasé al otro lado del barranco hacia abajo. Subí hasta donde pude en el trabajo y desempeño: suboficial de aduanas. Me casé con Rosa Lucía que en paz sepulta está, la que me dio tres hermosos hijos varones y cada uno su respectiva hija; por lo que tengo apenas tres nietas hermosas. Por mi lado: ¡Adiós apellido Aguilar!, que te guarde la historia en sus anaqueles de la indiferencia. De educación ilustrada, no puedo decir que puedo filosofar como mi compadre Zorrino Somarrás; pero gusto que le da beber trago conmigo. Por algo será. Aunque Rosa decía que de filósofo no tiene nada, más bien un gorrero profesional porque siempre tengo yo licor decomisado en casa, y de las mejores marcas, y que por eso siempre me acompañaba y aún lo hace los fines de semana cuando no tengo turno de guardia, porque con los de la Aduana no me gusta beber.
–Creo que le hago mucha falta –y agregó el cabo Aguilar –; ¡pero ni crea que le haré caso!. Zorrino, mi compadre, él si tuvo buen estudio y leía hasta por la madrugada pero acostado, y eso le ha causado una enfermedad que llaman del pito sostenido y con el que va morir, dice. Son vainas suyas. Me dice en su inconformidad que si muere primero, observe si el pito en la oreja todavía seguirá sonando. Yo no le contesto nada más bien pienso que antes de que se muera yo estaré privado del sano juicio, pues mi tormento es cada día más desesperante que su sonar en el caracol del bafle que recibe sonido, y como ven: ahora estoy escondido y él…pues sabroso en su casa. Juzguen ustedes si no.
En más de veinte años de servicio, la mayoría de estos en la garita de cientos de retenes a lo largo y angosto de la red de vías vecinales o en los bordes de nuestro territorio patrio, pues ya verán que hay mucho que contar. Tanto hay en el lomo del caballo como en las alforjas del jinete; el que anda y lo que guarda, por naturaleza, siempre esconde algo indebido; digo yo que no es por mala gente; es que casi todo está prohibido.
Para completar la incomodidad de los viajeros, no saben por cuántos retenes particulares han pasado. Digo particulares porque no todos lo retenes son legales, aunque ya han disminuido, quedan los domingueros y de vereda, conformado por agentes retirados quienes se hacen a uniformes y con sus amigos y cuñados desempleados arman su reten para poder subsistir. Con el tiempo uno se vuelve un león o un perro que todo lo huele; cree uno; ¡que vá!. Cuando uno se pilla algo, rara vez es en la primera intención: quien sabe cuántas veces han pasado con el matute. No crean que todo es revisar mercancías. En una ocasión, recién entré a la Aduana, un agente recluta detuvo a un señor que manejaba un campero y le pidió que se identificara y el conductor, muy bien vestido y peinado, de gafas gruesas, blanco y almidonado, le pasó un carnet de la universidad al guarda. Yo estaba hablando con mi cabo Pacheco cuando el recluta desde la mitad de la carretera gritó: ‘¡Mi cabo!, ¿qué es docente?’ Mi cabo Pacheco no supo que decirle pero al ver al señor del jeep, le gritó: ‘Cura, huevón’. Vine a saber a los años que docente era profesor cuando mi hijo mayor me confesó que quería ser docente. Mi irritación de ese día la recuerdo hoy con mucha vergüenza porque le dije. ¡Maricas en la familia, ni por el putas!, recuerdo haberle gritado furioso lanzándole un cenicero a los pies. Cuando me calmé, aguantando su risa mi hijo me sacó del error. Ese era un concepto generalizado en mi pueblo natal de que todo el que de sotana vestía, lo daba en la sacristía. Y el falso rumor, desde luego, se aplicaba porque mi pueblo era casi lo más extremo del territorio nacional y donde se sufrían muchas penalidades, con decirles, que el agua era tan mala, que para lavar el piso la hervían antes dos veces. No entraban las emisoras. Mejor dicho, donde el viento daba la vuelta, y por ser tan inhóspito, a los curas pedófilos o mujeriegos de castigo los mandaban, para no echarlos de la congregación, a la población del Venado donde había un convento franciscano regentado por el hermano Clavo Alegría. El mismo tratamiento para los agentes de policía.
Si cuento la cantidad de intentos y de todos los inventos para pasar alijos que vi, no creo que termine de contar en lo poco que me queda de cordura, pues cada minuto que pasa me siento loco y no veo el momento de contarles lo más desagradable que me pasó en el retén de Vista Hermosa. Porque de ingenios, de creatividad para pasar ilícitos, lo del penitente macario es un cuento genial que nos pasó. Para que vean no más hasta donde llega la astucia por lo malo, que si de creatividad se trata, merecemos el premio Novel del camuflaje, dejaré pues, para después lo sucedido en Vista Hermosa y les explico de rapidez la historia del penitente macario. Aconteció de verdad, que estando en el retén internacional de Rumichaca una mañana empezó a pasar un señor arrastrando una cruz. Los de la cadena con mucho respeto nos persignamos y dejábamos pasar al penitente macario cada domingo. Nos enteramos, que pertenecían a una comunidad religiosa llamados los macarios de cristo redentor, y cada domingo pasaba uno de ellos con la penitencia de caminar con la cruz al hombro y al pasar la raya de la frontera, más adelante, se internaban por el monte hasta llegar a una colina donde oraban. La túnica de seda siempre era de azul de metileno con borde dorado y sudado, y en la cabeza una gorra de espinas que les provocaba derramamiento de sangre. Nosotros, creyentes fervorosos, nos arrodillábamos al ver pasar tanta contrición, arrepentimiento o expiación de los pecados de la humanidad Pero un día noté que, además de la trilla que dejaba con el roce el tablón que arrastraba el penitente, había un polvillo blanco, en interminable hilo sobre la huella notoria en el asfalto en el centro de la calzada. La observamos, la probamos y…: ¡Cocaína pura!
Pero lo último, lo que rebosó la copa, me tiene sumergido en la desesperación. Nunca pensé que en Vista Hermosa, ¡que a mí!, faltándome tan poco tiempo para dejar de trabajar, y que conste, que trabajé de buena gana; me pasara lo más horrendo que he visto en vida y que como un puño en los sesos ha estremecido mi razonar. Que aunque no me crean, fui un agente de aduanas honesto. Que llegué a la Aduana porque cuando presté el servicio militar, en el Palacio de los presidentes, le salvé la vida al señor presidente Ospina cuando la turba enfurecida lo quería matar, y él, muy valiente, en la puerta del Palacio, sacando pecho les ha dicho con valor: ¡’ Más vale un presidente muerto que un presidente fugitivo’¡ y se le abalanzó un indio con un machete y yo, guardia presidencial, di un paso adelante y me lo bajé de un tiro en la frente. Mi vida cambio desde ese día. Con seguridad al terminar el servicio militar, de no haber pasado eso hubiera regresado a sembrar papas en la tierrita que nuestros ancestros nos dejaron. El señor presidente me convirtió en su guardaespaldas y cuando ya no me necesitó, me hizo nombrar guarda de aduanas y fui ascendiendo.
Llevaba diez días en el puesto de control de Vista Hermosa, cinco horas de guardia ese turno, viendo pasar vehículos en ambos sentidos de la carretera. No sé, ni insistan en que piense en ello, porqué se me dio de un momento a otro pararme del taburete fúsil terciao y ordenar con la mano pito en boca y con la otra parar un pequeño furgón, de tres toneladas. El compañero de la cadena la levantó inmediatamente y la furgoneta frenó, que apenas no se la llevó por delante. El conductor me miró con una expresión de terror, imagen que no se me quita de la mente. Y han pasado tres meses de ese suceso tan desagradable y que va terminar con lo poco cuerdo que yo tenía de vida, de mi libertad, si es que puedo hablar en esos términos. Esa mirada me obligó a ser más enérgico, pues me dije: Ese viene con algo, y pité con más fuerzas y para amedrentarlo más accioné los mecanismos del fúsil, que entre otras cosas, nunca tenía municiones. Al detenerse, fui hasta la cabina y el hombre me recibió con un manojo de dólares en la mano. Que si los hubiere recibido, hoy no tuviera entre ceja y ceja este tormento que apaga mi vida. Seguro. Créanme, y tiene que creerme, habemos funcionarios que respetamos a nuestros hogares, a nuestra familia, a nuestra sociedad: ¡Bájese! le grité muy indignado. El hombre, de unos cuarenta o cincuenta años, se puso pálido y le volví a gritar con energía.
Energía que se me quitó cuando se desmontó ese conductor, pero con una pistola en la mano derecha. Escondí mi terror colocando mi rostro de tras del escopetón apuntándole a la cara, al momento que mis piernas empezaron a temblar y ya estaba a punto de orinarme en los pantalones, cuando ese degenerado criminal, en último intento evasor balbuceó también muy asustado; “Arreglemos”. Y arreglamos, él tomo mi susto y yo su miedo; intercambiábamos, cuando en ese momento fatídico, un guarda a mi mando, para asistirme, le gritó apuntándole también con una escopeta vieja: “¡Baje el arma y abra atrás, señor, o le disparo ya!”. El hombre en vez de obedecer la orden, se pegó un tiro en la sien derecha y cayó sin vida. Quedamos estupefactos por varios segundos, hasta que retomé mis funciones de mando ordenando abrir el camioncito. González, el gordo González, el guarda que le correspondió abrir la puerta después de forzar el candado con una pata de cabra, miró al interior del vehiculo y salió corriendo con ganas de vomitar. Una señora que vendía chicha de arroz en botellas, se acercó a fisgonear y se desmayó. El otro guarda que se acercó, cuando miró, se agarró la cabeza y se quedó mirando como si un rayo lo hubiere paralizado. Al ver González que de otro vehiculo se bajaban a chismosear corrió a alejarlos apuntándoles con el tolete de dotación.
Es el momento que me acerco a ver al interior del furgón, y veo con horror unos cuerpos sin vida de niños pobres, entre los ocho y doce años, a quienes les han abierto su vientre. Los conté y eran diez. Traficantes de órganos, deduje… y pasé al radio a llamar a la policía –hubo un silencio en la choza y vimos como el cabo Aguilar se levantó de la cama desesperado, no podía fijar la mirada, hasta que se quedó mirando una torcaza a través de la ventana que se posó en un árbol de totumo. Tomó aire, nos miró con inmensa tristeza y recuperó ánimos para continuar.
– El oficial de la policía, –dijo el cabo – que le correspondió atender el macabro hallazgo, me dijo con el dolor de la frustración: ‘Y saber, que esos órganos que les quitan son para gente adinerada’ y yo le dije: ¿Eso que tiene que ver para que no se haga justicia? y me ha dicho: ‘Pues que da pena decirlo, cabo Aguilar, las víctimas por pobres, nadie las reclama, y los favorecidos, hacen todo lo posible para que no prospere ninguna investigación. ¿Cuánto no da un hombre adinerado por ver sano a su hijo? Preguntó y agregó: ‘Mi profesionalismo me dice, cabo Aguilar, que no creo que usted esté vivo para demostrar su inocencia’ Por eso, señor periodista, desde ese día me he apartado de la justicia. ¡Qué ironía! De la justicia que tanto he creído, y que en definitiva, es la única que nos tiene que ayudar –luego se sentó en el borde de la cama vieja y puso su cabeza blanca sobre las manos, las que unidas por las rodillas a sus piernas formaban, visto de frente, la eme de la actitud pensativa y me miró fijamente para decirme en un tono de voz muy diferente:
– No crea que estoy eludiendo mi responsabilidad de ciudadano, gustoso iré al juicio a responder con mi vida por unos inocentes que se atravesaron en mi camino sin su voluntad, ellos no tuvieron la culpa de haber nacido en un hogar sin garantía de vida. El consejo de mi compadre, de que me pierda, no está en mí; ahora caigo en cuenta en ello, parece que me estoy conociendo o me he encontrado a mi mismo. No sé cómo explicarles. Yo creo que ya es suficiente. Díganle a mi compadre que lo invito a beber el trago más amargo de mi vida, ¡y que me tiene que acompañar! como siempre lo hace., para que vea como un hombre acepta el veredicto de los magistrados, y para que me despida de mis hijos y de la sociedad a la que serví.
Así nos habló el cabo Aguilar desde su refugio, o el escape alternativo.
FIN

EL ASESINATO DE UN CACHACO EN PLATO

EL LINCHAMIENTO DEL CACHACO EN PLATO
Por David Escobar Gómez

Cuenta la leyenda, que una vez a Plato llegaron un par de cachacos tan pronto se acabó la civil Guerra de los Mil Días. Sin que se hubiese sabido con certeza cual era el motivo que los atraía a ese pueblo escondido entre lo playones y la montaña; pero se puede deducir sin lugar a equívocos, que venían esos forasteros a explorar la compra y venta de ganado, pues sus indagaciones eran pertinentes a esa actividad propia de la región, como se supo después en los comentarios post morten nihil est que uno de los dos cayera muerto por un machetazo que le entró por el hombro y le destrozó la clavícula derecha y luego el cachaco descuartizado por la muchedumbre enfurecida, hasta que no quedó del desconocido sino un pellejo pegado a unos huesos, restos que fueron lanzados al caño de Plato, y por donde huyó su compañero. ¡Pueblo enardecido en la vida no embrome!
En la región de Plato, los campesinos, quienes eran la mayoría, solían hacer alarde de su fuerza y valentía, sobre todo en las peleas a los puños además de las faenas de vaquería; pero hasta ahí, al arma blanca le tenían respeto o pavor, y las peleas a machete las evitaban al máximo. Cuando llegaba un forastero, lo más seguro era que los peleadores famosos le buscaran la pelea, y siempre los de afuera llevaban las de perder. No había decidido el extraño si aceptaba el reto, cuando la patada sorpresiva de entrada la recibían en el caracol de la oreja dejándolos aturdidos y luego venía un puño certero en el pegue de las cejas, el que los dejaba inconscientes en el suelo después de una semivuelta de un cuerpo que cae indeciso sin equilibrio.
En una oportunidad de tantas en su vida, Fermín Acuña, famoso por ser bueno a los puños y patadas, encontró su gallo. Ante la sorpresa de no haber podido vencer al extraño, y por ser la primera vez en su vida que le desencajaron la mandíbula con una trompada bien dada; le regaló a su agresor un toro, en homenaje a su distinción de hombre fuerte.
Volviendo al cachaco muerto por la multitud, no fue retado como era la costumbre, sino objeto de una invitación a tomarse un trago de ron que le hizo un plateño en una cantina del puerto. Como no lo aceptó en tres ofertas consecutivas de buena gana, el oferente se sintió despreciado y ofendido.
– ¡Cachaco hijueputa, me despreciaste! –le gritó furibundo el hombre borracho al tiempo que le tiraba el trago por la cara.
Si ese desconocido se hubiera agarrado a los puños con el plateño, y hubiese vencido, con seguridad centella, no lo hubieran agredido de la manera tan brutal los enardecidos lugareños como lo hicieron; empezando por el machetazo. El hombre, en cambio, sacó una navaja y le cortó la cara al que regalaba trago. En un pueblo en donde todo el mundo es pariente del resto del pueblo, no se puede aceptar tamaña ofensa. Le propinaron en reciprocidad, el certero golpe de machete y procedieron a lincharlo salvajemente, como ya se ha narrado. Su compañero, sin poder defenderlo, no tuvo más opción que correr y tirarse al caño y desaparecer.
Desde ese fatídico día, en Plato, se rumoró por muchos años que, el compañero del muerto, vendría con sus paisanos a vengar la muerte de su amigo. Y las medidas preventivas siempre estaban latentes, puesto que era de todos sabido la venganza entre las gentes de los pueblos del Interior. Un día la feligresía de Plato se reunió para enterrar a un lugareño que había muerto por picada de culebra talla equis. Ya iban llegando al cementerio con el féretro en hombros, cuando un chistoso gritó a todo pulmón:
– ¡Vienen los cachacos! ¡Ahí vienen los cachacos! ¡Ahí vienen los cachacos!
El ataúd cayó al suelo levantando una polvareda de muerto, y en diez segundos no había ser viviente ni asomado por las ventanas en todo el pueblo. Cuando los que corrían despavoridos querían contar el motivo por el cual huían, no notaron que el grito había llegado primero y las puertas se iba cerrando como por encanto. Si no es por unos hombres que entraron al pueblo a caballo por el lado de las plazoletas y se encontraron con la caja en la mitad de la calle del medio, abandonada a su suerte eterna, el muerto hubiera quedado ahí hasta quien sabe cuando tirado en su abandono en espera del juicio final.
Sin ser decretado, después del linchamiento, hubo un toque de queda después de las ocho de la noche en el pueblo de Plato que duraba hasta tres minutos antes de la madrugada. El temor de que llegaran los cachacos a vengarse cogiendo a la gente por la espalda cuando se estuviera caminando por los callejones oscuros, lo encerraba temprano.
Pasaron los años y se fue acabando el temor de un ataque de los cachacos; pero, no quiere decir que el incidente violento se hubiera desvanecido, ahora el muerto aparecía en el callejón del arroyo con relativa frecuencia. Penaba o cobraba a su manera su muerte infausta, a falta del oficio de sicario en ese pueblo sano.
“Me salió el cachaco, me salió el cachaco”. Gritaban los que lo veían. Casi siempre mujeres y niños. Los hombres se tragaban el pánico sin muchos comentarios. Lo describían como un hombre alto, vestido de saco de paño negro, con sombrero de copa, con corbata negra también y camisa blanca. Siempre recostado a las tablas de la cerca y debajo de un árbol de naranjuelo frondoso que cubría con sus ramas el callejón. Su mirada era fría, las manos siempre atrás, como si escondiera una arma, y le brillaba la cara medio tapada con el sombrero.
Lo que la gente de Plato no asociaba, era un silbido antes de que apareciera el espanto aparato, y que siempre estaba en la esquina Efraín Peña, primo de mi padre.
Mi abuela notó un día, después de uno de tantos comentarios del aparecido cachaco, que el baúl que había dejado el tío Jeremías guardado en el cuarto de los hombres huéspedes, estaba abierto y que una gallina anidaba plácidamente adentro. Cuando la sacó, pudo ver el traje negro con el sombrero que estaba encima y le entró la malicia. Varias noches estuvo al acecho, pero nada que pudiera decir que había dado con el cuento del difunto cachaco. Hasta que una noche llegó mi papá de la calle y se despidió de Efraín con tanto alboroto, que la sospecha recayó en el par de jóvenes, los que debían tener ya más de quince años, dada la estatura del “muerto”. Mi abuela con mucho sigilo vigiló los pasos de su hijo Alejandro José quien entró a la alcoba y se untó miel de abejas en la cara y después alcohol. Luego se puso el vestido negro, agarró una vela y salió al patio en espera del silbido para salir por el portón y prender la vela en un nicho cavado en el trono del naranjuelo a la altura del pecho, de tal manera, que le alumbrara el resplandor en la cara no más y dejarse ver. Y así, llegó la única víctima de esa noche. Silbaron, y se hizo el operativo de siempre. Contaba después mi padre, riéndose, ya anciano: “nadie miraba más de un segundo mi figura fantasmal”, lo que les daba confianza para no ser detectados. Esa última noche de terror, su madre lo siguió hasta la habitación en donde se cambiaba, y lo encontró de espaldas desvistiéndose después de gozar otra aparición del cachaco.
“ ¡Aquí está el cachaco!”. Gritó mi abuela riéndose. El, muy aturdido y sorprendido, con la mirada que le dio a mi abuela, ella comprendió la suplica que no lo fuera a delatar. Cuando ella le dijo: “Que no te vuela a ver en estas”, el sonrío tímidamente y terminó de cambiarse.
Después, cuando ella quería que mi papá le hiciera un mandado, no más era decir la palabra mágica: “ cachaco, ¿me compras unas calillas?. Y mi padre corría muy obediente a donde lo mandaran, sin chistar.
FIN

YO TAMBIEN TENGO MIS ARMAS

YO TAMBIEN TENGO MIS ARMAS.
Ahora, nos vamos, Prima cachaca, para la ciudad de la hermosa bahía: Samar con un cuento del suscrito. Para que se bañe en el mar y si quiere y no sabe, la enseño a nadar.

Cuando presenté el examen de admisión a la Escuela Naval de Cadetes en el Batallón Córdoba de la ciudad de Samar, no recuerdo ahora, cuarenta y cinco años después, si tuve alguna sensación o preocupación por el resultado, creo que me daba lo mismo ser o no ser seleccionado. Pero lo que jamás podré olvidar ese día, fue la visita a mi hogar de la comisión de la selección compuesta por un capitán de navío y un psicólogo examinador.
Estaba en casa de unos vecinos, haciéndole la visita a mi muy adorada Josefina. Por la noche, llegó mi hermano menor para informarme que unos señores de la Armada estaban en mi casa visitando y que debía estar allá, pues es parte importante en los planes de selección de la institución saber la composición familiar del futuro oficial naval. Corrí hacia la casa asustado y muy sorprendido; ya mi madre les atendía la visita en la sala principal.
– Los señores quieren saber de nosotros –me dijo muy entusiasta, pues ella fue la persona más interesada en mi carrera militar.
– ¿Y Ale*? –le pregunté preocupado y ella me contestó también preocupada.
– Está en la habitación y llegó con tragos.
Ante esa observación no supe que determinación tomar, pero mi madre me insinuó que no había alternativa diferente: comunicarle que los señores de la armada querían hablar con él. Mi padre estaba acostado y solamente vestía los tradicionales calzoncillos largos blancos, y su figura de casi dos metros de largo remataba con el pelo despeinado, propio de los borrachos caribeños.
– Ya voy –me contestó con dureza cuando le dije que lo esperaban los de la armada y regresé a la sala deseando que nunca se apareciera en ese estado, pues hasta ahí llegaría mi carrera militar que entre otras cosas, no estaba muy entusiasmado que digamos; sin embargo, me daba vergüenza que ese fuera el motivo por el cual me rechazaran. Mi padre era un bohemio muy leído y dominaba la literatura hablada, como acostumbraba decir, le gustaba escribir cuentos; pero lo que más le caracterizaba, era una exquisita conversación acompañada de un humor bucólico, respetuoso en el sentido más profundo de su significado y jamás, amigo de las palabras obscenas, y como dicen en el caribe garciamarquiano, mamaba gallo en su peculiar manera cuando el personaje le permitía. No obstante, cuando se trataba de una conversación seria, mostraba que era un hombre culto y que sabía dominar el agradable arte de conversar. Cualidad ésta, que sin duda alguna, era motivo para ser blanco de los amigos de Baco, y por eso libaba con frecuencia y recibía muchas invitaciones.
Mi madre, también conversadora, no dejaba de hablar para entretener el rato imprevisto. Yo estaba sentado frente a los dos visitantes, quienes estaban en el sofá de ratán muy cómodos escuchándola. De un instante a otro, entró primero el silencio absoluto al recinto social de nuestra casa del barrio Libertador. Después entró la sorpresa y se posesionó en el rostro de los investigadores, cuyas miradas iban dirigidas encima de mi cabeza, como si hubiesen quedado petrificados para siempre, ni siquiera espabilaban. Cuando vi que mi mamá agachó la cabeza y se la rascó, me di cuenta que algo estaba de tras de mí y giré mi cabeza en el momento preciso en que mi progenitor decía con vehemencia:
– ¡Si ustedes son de las armas, yo también tengo mis armas!
El oficial y el sicólogo, mudos, vieron estupefactos a un hombre grueso, alto, con un sombrero vueltiao que se quitó en ese momento dejando al descubierto sus pelos al estilo Don King, o Einstein. Pensé que ellos pensaban que estaban frente a un demente y que no tenían escapatoria, porque presentarse a la sala en calzoncillos, con una escopeta terciada, una canana con un Colt .45 de un lado y del otro lado un Smith and Wesson calibre .36, eso no es más que una salida de un loco de remate. En su mano derecha agarraba un hermoso sable que había sido de un hermano militar ya fallecido, en la otra portaba la espada en cruz, una de las que utilizaron los combatientes de la famosa Guerra de los Mil Días y la cual guardaba como una reliquia, como en efecto lo era. Para completar su arsenal bélico, un machete con la cacha de cabeza de león colgaba por su pierna derecha, y así, en esa facha, estaban ellos ante la imagen de un bandolero que podía de un momento a otro empezar a rodar cabezas. Le faltó el cuchillo de la cocina y la piedra de machacar. Para completar el suspenso, sus ojos azules miraban detenidamente a cada uno de los asustados y arrepentidos forasteros, pero les miraba con la misma dureza como Atila, el sanguinario huno, daba sus instrucciones antes de empezar la batalla a cada uno de sus generales. Actitud ésta fingida de la expresión del rostro agresivo, muy propia en él, y por medio de la cual le agradaba burlarse de la gente que no lo conocía. Ya frente a ellos, y en medio del ruido de los fierros, empezó a colocar todas las armas sobre una mesa para adornos, mueble que lo separaban de sus posibles víctimas, y la que apenas le llegaba a sus canillas desnudas que calzaban sus pies en unas abarcas de tres puntos. Cuando estuvieron todas las armas sobre la pequeña mesa de centro de sala, se escuchó nuevamente su voz, pero esta vez con menos agresividad y les ha dicho:
– Señores, como veo que ustedes no traen armas, he depuesto las mías, y ahora sí podemos hablar de hombre a hombre.
Yo estaba convencido que los funcionarios iban a levantarse ofendidos, y que se marcharían inmediatamente; pero puedo asegurar que el miedo aún los tenía sujetados a los cojines, y como no se escuchaba ninguna interpelación, empezó un discurso muy diferente en un tono muy reposado, como si se tratase de otra persona.
– En la vida del hombre, – empezó diciendo, y después de un largo minuto, continuó– desde su creación, no ha habido nada más trascendental que el amor. –miró a mi mamá y los volvió a mirar con ganas de hacerles daño, y prosiguió después de la pausa que parecía eterna–. Pero para que un congénere pueda vivir inmerso en el amor, primero que todo tiene que tener claro el respeto humano; pero no solamente debemos exigirnos respeto, …ni darlo, debemos procurar llevar una vida…¡ digna!. No hay otra manera de vivir la vida con amor, si no hay dignidad. Es que no hay, señores de las armas, otra manera en la vida que nos lleve a la felicidad si no comprendemos el reino del amor. Cristo murió convencido que el hombre debe ser respetado y por supuesto, amando a nuestros semejantes podemos construir una vida mejor. No hay otra manera de estar en este mundo, en paz, si no respetamos las diferencias, si no nos amamos, si no comprendemos que el entorno hace parte de nuestro ser, ¡todos somos entorno! Y yo creo que ustedes, hombres de armas tomar… tienen eso claro; porque…de no ser así, las puertas están abiertas, …de par en par; para que tomen el camino de la comprensión; y para llegar a tener un objetivo común de comportamiento, el hombre, en su sabiduría, creó las instituciones; pero éstas de nada sirven si no hay amor en nuestros corazones. Y para tener dignidad, es menester la disciplina.
Entonces, antes estas palabras de tono académico y sermoniático, noté que ya el aire les había entrado nuevamente a los pulmones, y el par de cachacos aprovecharon para mirarse entre ellos y acomodarse en la poltrona con una risa nerviosa todavía; pero no quería decir esa postura que estaba aceptado como recluta. Mi padre habló otras cosas y cuando ya no tenía nada más que decir entre las pausas de enorme suspenso, dio por terminada la visita..
– Llévalos en el jeep– Me dijo, se levantó y agregó – Cuenten con mi aprecio.
Prendí el vehículo con cierta tristeza y pena, y ellos se embarcaron en silencio, como aceptando que los llevara hasta el batallón en donde estaban alojados lo más rápido posible. Cuando ya habíamos pasado las quince cuadras, alejándonos de mi casa, escuché que uno de los dos se pronunció al constatar que había pasado el peligro.
– Que susto no hizo pasar tu papá–dijo, y el otro agregó: –Pero es un señor muy interesante.
Yo no tuve palabras para hacer cualquier comentario, no para defenderlo o para elogiarlo, ni para pedir disculpas, más bien estaba disgustado como el fruto de una frustración.
Exactamente al año de esa visita, regresaba yo de Cartagena con un cese militar y en la tula el recuerdo de haber visto publicado en la revista La Corredera, de la Escuela Naval, por mi primera vez en mi vida, un cuento corto en forma de carta firmada por un recluta; pero también el sin sabor que no apareciera mi nombre como el autor, y por supuesto nadie habría de creerme entre mis compañeros y mis superiores. Posiblemente si lo sabía Juan Manuel Santos, compañero de contingente y hoy ministro, pues él hacía parte del comité editorial y nuestras relaciones no fueron buenas, por él pagué un día de calabozo, pero aún recuerdo ya sin odio ni rencor, mi puño derecho de dotación personal acercándose a su rostro de terror, y el nudillo del dedo índice sobresaliendo de la muñeca para que el golpe hiciera más daño. Según instrucciones de mi asesor en boxeo, don Enrique Escobar De la Hoz.