viernes, 13 de noviembre de 2009

EL AHOGADO EN EL RIO MAGDALENA

EL AHOGADO EN EL RIO MAGDALENA
En los años finales del siglo diecinueve vivía mi tatarabuelo Francisco Javier Escobar Gómez en la población de Plato. Este antioqueño prócer de la Independencia, se casó en Tenerife con Carmen Ordóñez y el matrimonio fijó residencia en Plato, en donde unidos con su compadre Romualdo Ballestas por el sacramento del bautismo y la compañía comercial, hicieron fortuna económica y levantaron una descendencia de ilustres personajes alimentados con cucayo al desayuno: el secreto para la buena memoria. Francisco era un bohemio extrovertido, y como Plato era una simple villa de apenas cuatro mil habitantes en el casco urbano, los negocios de diversión no llenaban las expectativas a los riquitos del pueblo, falla esta que los obligaba a embarcarse en los vapores que surcaban el río grande de la Magdalena en los cuales había orquesta, mujeres, buena comida, juegos de mesa, baños, y por supuesto dormitorios angeados, sumándole el provecho de hacer negocios en cada puerto, bien sea río arriba o río abajo, fiado o al contado, y un recheche cada mes se lo merecían ¿O, no?
Un día de esos ayeres viejos, se embarcaron en Zambrano, el pueblo que está frente a Plato subiendo por la albarrada opuesta: Romualdo Ballestas García, Aniceto Alfaro, Francisco de Paula del Toro y Escobar Gómez. El vapor se llamaba “Condenación” de la compañía Stevenson&Tono con sede en Cartagena. Abordo, después de saludar a los amigos pasajeros, pidieron espacio los plateños para jugar un dominó y a las barajas. Se hicieron a estribor muy bien atendidos por cuatro damiselas, quienes pasaban las copas llenas de ron y amenizaban con sus risas la mesa cuadrada. En el centro de la nave una orquesta pequeña alegraba el tedio fluvial y caluroso con mazurcas y pasillos. En las orillas, los caimanes e icoteas tomaban el sol como si fueran turistas en playa de mar. Las garzas, chavarries, el águila arpía, los barraquetes y demás aves de la fauna silvestre, revoloteaban por doquier. Al pasar por las pequeñas aldeas, la bola de humo sobre las aguas corrientes con el ruido del chapuzón de las paletas, saludaba a las gentes con su pito, y quienes con entusiasmo para que el barco se acercara y les comprara la leña, contestaban entusiasmados a los lejos al lado de arrumes muy bien adujados, acompañados los adultos de un perro flaco y un niño barrigón. El resto del paisaje es la espesura de la vegetación y los remolinos del agua turbia coronada con las tarullas y palos viejos rumbo a un mar que los espera para reenviarlos a las playas de amor y arena blanca del mar de las angustias. De pronto, el sábalo salta, y por allá, en la otra orilla, la canoa del mulato mira humillada el poderío de un aparato cuyo pito retumba en la montaña mientras navega imponente. Es el reemplazo de los champanes coloniales. Escobar y Ballestas, contra Del Toro y Alfaro; éstos últimos perdían en el dominó cruzado a la hora de interrumpir para el almuerzo: mote de ñame con queso amasado; jugo de corozo, bagre, patacón, boronía a la tenderete y mucho arroz acompañado de suero espeso. Después del almuerzo siguieron jugando de corrido hasta que llegó la noche. Escobar se levantó de la mesa para ir al baño. Como no regresó, y al saber sus compañeros del tour fluvial que ya estaba bastante alicorado, supusieron que ya se había metido en su camarote a dormir, pues era esa su costumbre cuando ya no podía con su cuerpo y su mente confusa, difusa la vista, y el andar a la deriva esquivando los puntales que sostienen la cubierta que se ven venir.
Al otro día, Alfaro, Ballestas y Del Toro, estaban en cubierta tomado café cerrero y preparando la mesa de juego esperando a Escobar. Como éste no salía, tocaron en su camarote, y no hubo conocimiento de vida. Preocupados, llamaron al capitán, quien recibió parte pormenorizada de las circunstancias y éste, sin vacilar en su mando al no recibir respuesta a su llamado, ordenó:
– ¡Marinero Juancho: puerta abajo!– gritó militarmente ante la concurrencia que lo admiraba.
En el interior encontraron una cama aún tendida y desentendida, encima unas alforjas y un sombrero concha de jobo abandonado a su suerte y ningún rastro del pasajero Escobar. Inmediatamente otro grito se escuchó en cubierta:
– ¡Hombre al agua!
Todos los pasajeros corrieron a la borda a mirar. Los comentarios y conjeturas pasaban de la popa a la proa enredándose en la línea de crujía importada desde Alemania, la cual le daba más potencia y drama a la magia del Caribe en formación. Dos sombreros femeninos cayeron al agua y después de cotejar los hechos, como la embriaguez, la hora que lo vieron por última vez, y la caimanera en la boca de los caños; la conclusión del mando fue concluyente: “Escobar desapareció” Pues no podía estar con vida, y de inmediato, en el primer correo que debía pasar hacia Plato y con el que se tropezaron a las dos horas de constatada la desaparición, se envió el mensaje a sus familiares, como quedó registrado en la bitácora de abordo copia del correo: “ El pasajero Escobar Gómez Francisco Javier, natural de Plato Magdalena, desapareció en la noche del día de ayer en las aguas del río, probablemente a la altura del puerto de La Gloria. Lamentamos doloroso suceso. Preparen velorio. José Belarmino Matalaspulgas, capitán del vapor Condenación, octubre 5 de 1871”
En Plato, Carmen Ordóñez Gómez la esposa de Francisco Javier, tan pronto se enteró de la mala noticia, se encerró a rezar por su alma. Y su hermano, el presbítero Manuel Julián Ordóñez Gómez, quien no se la llevaba bien con el cuñado, inició los preparativos del velorio. La desavenencia se originó entre ellos porque, el cura, era un místico conservador de extremadas y recalcitrantes posturas apologéticas; contrario al radicalismo anticlerical de Francisco; pero al final, el que salió ganando fue el reverendo: ¡Todos los hijos de Escobar resultaron contemplativos conservadores!. Ya se pueden por consiguiente imaginar, la alegría de la sotana preparando el altar en la sala de la solariega casa Escobalera, la primera que se construía con material de ladrillo cocido en la Villa de Plato, la que obtuvo ese título por disposición oficial de Simón Bolívar en 1823.
No obstante las conclusiones que llevaron a asegurar que era cadáver aguas abajo, o alimento de los saurios Francisco, por ir el “General Santander” navegando cerca de la orilla y frente a la casa de un pescador, fue visto caer al agua. Chapolo Mejía, se llamaba el hombre que se percató. Chapolo tan pronto vio sumergirse al que se cayó, dijo él muchas veces, que corrió unos veinte metros por el barranco, hacía abajo, seguido de sus perros cazadores y se lanzó a esperar a quien fuera. La suerte de Escobar de quedar enredado en unas raíces de un frondoso Santa Cruz, más la presencia de los perros, lo salvó. No alcanzó ni a tragar agua para pasar los tragos en exceso que había tomado hasta ese momento trágico de su vida. Pero si aprovechó para descargar la vejiga en el agua fresca, como había sido ese su propósito cuando se dirigió a la borda en vez de llegar hasta el orinal de los hombres. Ubicado por los perros, Escobar, Pocholo pudo sacarlo con facilidad del agua, vivo; y menos borracho que cuando cayó.
Ya en tierra firme, empapado y sin el menor asomo de haber tomado, excepto el tufo del ron, sacó de su bolsillo dos morrocotas de oro.
– Esta para usted, y esta para que compre un bulto de ron o lo que alcance.
– Sí, patrón. Esto hay que festejarlo.
– No se demore, que tengo frío.
– Ya le damos mientras tanto un café, espero no más mientras se quita esa ropa mojada –le dijo la compañera de Chapolo y agregó – ¿don qué?
– ¡Escobar!. –Dijo orgulloso y agregó, –si no es por su compañero, ya estuviera muerto, estoy muy agradecido con ustedes. Prepárese, yo me los llevo para que me sirvan en mis negocios allá en Plato.
Mientras tanto, Alfaro, Del Toro, y Ballestas, al llegar al primer puerto que seguía al recorrido hasta La Dorada, desembarcaron en espera de otro vapor que los regresara a Plato; donde se rezaba en memoria del difunto Escobar.
En el improvisado altar, pero muy florido y solemne quemando bija, el sacerdote de la familia dirigía los rezos para que Escobar, el déspota radical, se quemara en las calderas de los infiernos. Tras de él, su hermana viuda, la inconsolable Carmen Ordóñez de rodillas en un reclinatorio, sola, indicando que no había otra persona en la vida de Francisco que mereciera estar más cerca del oratorio fúnebre. Sus hijos: Francisco Celestino, Manuel Julián, Eufemia, Gabriel, Antonio María, y Jeremías detrás de ella, reclinados, lloraban a su padre en postura de recogimiento propio de los intelectuales estudiados en la capital y en Mompox. La siguiente fila la componían sus hijos naturales, muy niños: Oscar, Esther, y Roberto. Cuando llegó Romualdo Ballestas, el padrino de todos los hijos de Francisco y Carmen, se hizo a un lado, pero sentado en un taburete de caracolí con descansabrazos, ancho de asiento y de espaldar alto. Luego seguían los familiares más cercanos, respetando el protocolo ribereño. A los que no eran de las familias distinguidas, no se les permitía estar en la sala de oración, para ellos había unas bancas en el patio, donde se les brindaba café, panela, y arepuelas zarateñas rellenas de miel de canato. Pero siempre, traficaba una botella de ron furtivo por entre los parroquianos, y el olor a tabaco espantaba otros olores de anquilosada presencia en el ambiente, los cuales no se describen por respeto al difunto que en paz descanse.
Chapolo llegó a su casa ya casi de madrugada con dos bultos de ron de caña y un calabazo de “chirrinchi” y acompañado de sus vecinos y parientes. Ya Escobar dormía acostado en una hamaca; pero se despertó brindando por la vida. Lo cogió el medio día siguiente mamando ron, y en la misma hamaca roncó la pea. El golpe de tambor lo despertó en la hora de la oración contemplando entusiasmado un baile de hombres y mujeres portando mechones encendidos alrededor de su hamaca al son de la flauta de millo y las palmas alegres y callosas del trabajo del campo y del río, de la paciencia y el infortunio; ahora, un salvado de las aguas les traía una nueva oportunidad de vivir mejor, empezando con una parranda como nunca la habían tenido.
Ya para las nueve noches de rezo, como se ha establecido quien sabe desde cuando en Plato y en todas partes del mundo de los ritos católicos, los preparativos en la cocina de la casa Escobalera ocupaban a más de veinte personas. De las fincas lejanas llegaban amigos y parientes con su cumplido: dígase un puerco, gallinas, bollos, casabe, panela, yuca, huevos o pescado salado, y el popular y abundante queso amasado, más los calabazos de suero. Varios fogones al mismo tiempo recibían la leña seca y el soplo de rigor para oxigenar la olla del peto, el caldero de los chicharrones, la caldereta del café. Otros pelaban las yucas, preparaban la chicha de corozo, mientras en la sala los cánticos lúgubres del reverendo Ordóñez indicaban que al otro día empezaba una nueva vida en la casa del próspero comerciante fallecido. En la cual el cura llevaría las riendas además de la camándula, dado el sumo respeto de sus sobrinos hacia el tutor que les había mostrado el camino de la redención.
Cuando Francisco se disponía partir después de tres días de jarana en la casa de Polocho, una comisión de notables de los alrededores lo visitó demorando su partida para su casa, en Plato. Pues era Francisco una figura notable en el Bajo Magdalena.
Y así por entre las tiendas, de pueblo en pueblo, contando el mismo cuento, Polocho con su familia acompañaron a su nuevo patrón hasta el Caño de Plato. Al que llegaron en dos canoas a los nueve días de haberlo rescatado de las aguas turbulentas y traicioneras del Magdalena. Ya estaba anocheciendo, y todo el pueblo estaba en la puerta de su casa para acompañar a la familia prestante, y de paso, hacer parte del acontecimiento social que más mueve a los parroquianos: el velorio. En diferentes partes del patio y de la calle se hacen los narradores de cuentos y leyendas. Las historias de amor sacado, del Hojarasquìn del Campo, La Botellita Encantada, La Mujer del Peñón, El Pescador del otro mundo, El Mohán y otras del mundo de los misterios del cero conocimiento y el monte espeso, pero todas ellas relativamente nuevas y prestadas, pues las leyendas ancestrales de los negros y de los indígenas estaban prohibidas por el cura Ordóñez, hasta que se olvidaron completamente por haberse perdido la tradición oral de manera bruta. Mi tatarabuelo, dice nuestra tradición familiar, que esa noche de su regreso, ordenó esperar un poco para llegar hasta su casa hasta que oscureciera completamente. Escondido entre las sombras se fue acercando por el patio de atrás. Dicen que su perro al que bautizó “godo”, lo olfateó y salió a su encuentro; dicen también que solía decir cuando estaba borracho: “En esta casa el único godo es el perro, ¡carajo!”
Ya detectado por su mejor amigo, no tuvo más remedio que salir con los brazos en alto gritando como una anima en pena.
– ¡HOOOOOOO!!!!!!– gritó mientras corría por entre el corral de las gallinas y la pesebrebrera, la que estaba llena de mulares y caballares, pues a los burros los soltaban a las plazoletas a pastar libremente.
Ya se pueden imaginar la algarabía: ladridos, relinchos, gallinas asustadas, y sobre todo el grito de terror de las mujeres de la cocina:
– ¡Nos salió don Pacho, nos salió don Pacho!
En el patio no quedó nadie en pie. La última en salir fue doña María Torres quien cayó sentada en el caldero de los chicharrones y al ver que don Pacho la fue a ayudar, se desmayó.
Cuando mamá Carmen, la tatarabuela, escuchó la algarabía y el correr desbocado de la gente hacia la calle presas del pánico, no dudó en decir: “ Esas son cosas de Pacho” y de inmediato se desbarató la moña frente a un espejo. Francisco la encontró peinándose como si nada hubiese pasado.
– Ve a bañarte, que hueles a mico –le dijo mirándolo por el espejo¬¬.
– ¡Ave María mija¡, ¿no te alegrás de verme, cariño?
– ¡Ay, Pacho!, si no es la primera vez que te pierdes…y si supieras lo que he llorado no estuvieras con tantas payasadas y fartedades. Mira, no ha quedado nadie por aquí.
– Está bien, encárgate del baño que vengo cansado y quiero estar contigo para contarte…

Al padre Ordóñez lo sacaron embolsado debajo de la cama de la casa de la señora María Cotes y salió para Santa Marta al otro día de madrugada, pero murió en Plato el 6 de mayo de 1886. Y al poco rato empezó en la casa Escobalera una parranda que duró tres días con sus amanecidas; y dicen que por castigo del cura, una plaga de langostas acabó con todas las sementeras de la región de Plato, y en sus playones hubo hambre y penalidades. Pero eso sí, nunca falto del ron.

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