viernes, 13 de noviembre de 2009

El ASTILLERO INFANTIL

El astillero infantil
Dedicado a mi amiga y profesora Noemí da Cunha
Por David Escobar Gómez
Dos niños vecinos, Kico y Pacho, de cuatro y cinco años, respectivamente, juegan frente a sus casas de un barrio de la llamada clase media de una ciudad, donde un día matan tres, y en el otro también. Sin contar a los secuestrados.
Kico es el que siempre toma la iniciativa de lo se juega y de lo que se hace. Pacho, ya acostumbrado, respeta; porque un año de experiencia de lo vivido, significa mucho en la vida de los niños.
En esta oportunidad, de una mañana de sábado decembrino, juegan las dos criaturas con el avión de plástico que el tío Tano le regaló a Pacho de navidad. Kico toma el juguete en sus manos, lo analiza con detenimiento y sugiere con una seguridad de derrotero imperial, de la flota naval más grande jamás vista por la humanidad entera y sus alrededores.
–Pacho, –dice –mejor lo hacemos barco. Yo sé cómo se hacen, mi abuelo me enseñó, ¿vale?
– ¡Bueno! –contesta Pacho con entusiasmo inocente, y le pasa una piedra que le ha señalado su amigo y en segundos, el avión queda convertido en trozos diminutos de color rojo encendido, pero dividido.
Kico trata de unir los pedazos con barro, sin que logre su cometido en el astillero de la nada. No hay forma que, la línea de crujía, aquella que debe atravesar la popa y la proa, pase por las cuadernas sin pena ni gloria. Pacho, cual vigía de sotavento, está atento a la maniobra de anclaje de las piezas que han de conformar la nave soñada, la misma que ha de surcar por los siete mares, y treinta y tres ciénagas de lodo con aroma de salitre, y en el charco de la esquina. Aquella debe ser la mampara, esa la cubierta, pásame aquella, porque esa no sirve, no ves que debe tener velas para que el viento la empuje por estribor, ¿No te das cuenta?. Son estas voces los sonidos que llegan al apostadero de la marina en medio de la acera de la casa de Pacho, como si fueran vientos marinos, los que sumados a los gritos del contramaestre, dan vida a la frase de la poetisa Meyra del Mar: “ De tanto quererte, mar, mi corazón se ha vuelto marinero” Recuerda el Comodoro, quien con el parche en el ojo derecho imparte órdenes a babor, y las gaviotas en los mástiles, por puro respeto no más, alzan vuelo, pero para cambiar de palo. La marinería, a bordo de un bajel, espera cuchillos en boca la señal de abordaje. ¡Sandokán, Sandokán! Pirata de gran valor. Bucaneros sin patria. ¡Oh! Tigre de Malasia, ven a nuestras almas, ven, no tardes tanto, que los que vamos a morir, no queremos.
Pacho, se prepara para comunicar que están a la deriva escorados a estribor y concluye como ingeniero naval de millares de millas náuticas trazadas no más:
– Es plástico quebradizo,– advierte, y su segundo a bordo, osa decir:
– Capitán, creo que usted no va poder armar una nao, ni nada que se parezca a una nave.
–¡Guardiamarina Pacho! ¿Cómo se atreve a dudar de un lobo de mar como lo soy yo? ¡respete!, nunca llegará a primer oficial si sigue de incrédulo; páseme más bien ese palo de paleta para que sirva de timón y la tapa de esa cerveza, de propela y deje de llorar que usted no es una mujercita.
En plena tormenta, cuando el trinquete no queda en la proa, el contrafoque recibe ayuda de la gavia mayor y Kico ordena arriar y zarpar después de levar anclas; pero la marinería se ha amotinado y llorando a moco henchido, en un coro de lamento náufrago, Neptuno apenas mira de soslayo desde las abisales oscuridades al escuchar la intrepidez de volver realidad los sueños.
–Dañaste mi avión! –llora desgarrado en su dolor el propietario de la nave voladora que no estaba asegurada por nada del atrevido mundo infantil. Pero el astuto capitán, sacó su brújula, la sobrepuso encima de una rosa marchita, se persignó, y ha dicho las mismas palabras mágicas con las que Colón calmó a la tripulación aquella noche de inquietos luceros y mar enrarecido al ver sus carabelas a la deriva de un desconocido lugar salpicado de islas.
–¡Los hombres no lloran!, Pacho.
–¡Yo no estoy llorando, es que tengo rabia!
–Cierra la boca, para que veas que no puedes llorar –díjole Kico sin verle los mocos que le salen en solidaridad a unirse con las lágrimas que profusamente invaden el bello rostro del menor. El suspiro entrecortado, cesó; porque no hay cosa más segura en la vida de los navegantes que se salvan; pues es muy cierto, que después de la tormenta viene la calma. Y como una balsa salvadora, el capitán ordenó a la tripulación abandonar el barco y al quedar solo, dijo sobre la cubierta y frente al timón, como si fuera el almirante eunuco de la armada China, y a todo pulmón:
–¡Sálvese quien pueda! Y vas a ver que mi abuelo si lo arma –aseguró Kico, mientras recogía los pedazos de avión y partió rumbo a un buen puerto: la habitación del abuelo; con los planos en su cabeza intrépida.
A los cinco minutos de haber pasado el incidente naval, Kico, cual náufrago a salvo, está en la ventana de la habitación de su madre, la que da a la calle y desde allí mira, como si estuviera en el faro de Alejandría, precisamente, a la casa de Pacho que está al frente. Observa los pedazos diminutos del avión siniestrado esparcidos en varios kilómetros a la redonda; en ese instante, comienza un acontecimiento que no se le borraría de la mente nunca en su vida. La mamá de Pacho sale a la calle y desde allí grita con inmensa dulzura mística:
– ¡Pórtense bien, que yo voy a rezar por ustedes a San Ambrosio! – les dice a Pacho y a su pequeña hermana menor Palita, y estos contestan desde adentro con la ternura que perdura en la mente de los que los conocieron.
Kico, desde la ventana donde se encuentra, ve a Pacho y Palita jugar con un cirio, y con la imagen enmarcada en un cuadro de vidrio de un santo, en una habitación que da a la calle.
Ese, es su puesto preferido; desde ahí, como un vigía imaginario, catalejo en mano, Kico permanece mucho tiempo explorando el horizonte; porque además de mirar cuanto pasa y relatar con una imaginación que ya no sorprende a su madre, la costurera, que está a un lado pegada a su máquina de coser, se acompañan.
–Mami, hoy no han pasado las carrozas de los enanos de Gulliver –le dice Kico a la costurera que no ve nunca hacia la calle para no distraerse en sus quehaceres. A veces, para estar a tono con su pequeño y único tesoro, emite una entonación gutural amorosa en respuesta vaga y afirmativa. Kico, entonces, como siempre, continúa dando riendo a suelta a su imaginación.
–Pacho y Palita se meten debajo de la cama con el cirio encendido. Mami, las llamas prenden el cubre lecho, yo los estoy viendo, mami. Los angelitos revolotean en medio del humo.
Kico insiste, pero la mamá no le cree, pero como le huele a quemado, le dice:
–Ve, y pregúntale a la abuela si tiene algo en el fogón, que huele a quemado.
–¡Abuela! Mandó a decir mi mamá que si no tiene nada en el fogón, que huele a quemado.
–¡Le he dicho que no entre así cuando estoy rezando! ¡Arrodíllese! Rece conmigo.
–A mi abuelo no le gusta.
–¡Arrodíllese!
–A mi mamá tampoco.
–¡Pero a mí sí, niño!
–Tengo que hacer las tareas de la escuela, abuela.
–Entonces váyase y no me moleste, que el que se va a quemar en los infiernos es usted.
Cuando va llegando Kico a la habitación de su querida madre, se escucha el canto de la sirena que ha llegado encima de una máquina de bomberos, como el mascarón de proa pidiendo auxilio. La madre se asoma, y la columna de humo no le permite ver nada. Las campanas repican en la ermita de San Ambrosio, y parece que las de los bomberos contestaran. “Aquí estamos, ya llegamos, no nos demoramos”. Salen a la calle, abuela, abuelo, madre e hijo, y ya es muy tarde. Los niños mueren incinerados. La madre termina su existencia en un hospital siquiátrico diciendo: “Se quemaron mis angelitos”
FIN

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