viernes, 13 de noviembre de 2009

UN DIA DE CARNAVAL

EL PRIMER DIA DE CARNAVAL EN GALONSINTAPA
Por David Escobar Gómez
Dedicado al nacimiento de Sofía Escobar Campos

Hablar mal de una población, cuando se recuerda, casi siempre obedece a un incidente desagradable que le haya ocurrido a uno; y por eso ni su nombre se quiera mencionar. Pero a mi no me fue mal en Galonsintapa, simplemente fui a averiguar por una finquita donde pudiera pasar mis últimos años de vida. Porque me dijeron que las había a buen precio y se ajustan a mis gustos, pero me encontré con una escena horrible.
Por aquellas coincidencias del azar con la vida real, me correspondió estar en el preludio de una inesperada tragedia que no me atrevo a describir en todos sus detalles por lo espantosa que fue. No obstante, es imposible apartar de mi mente esos hechos y considero que debo tratar de narrar, no tanto por dármelas de escritor –reconozco que me falta o me faltará mucho- sino más bien en homenaje a las víctimas y para resaltar las inclemencias del abandono de una región que no tiene autonomía para intentar, al menos, trazar su derrotero.
Lo sucedido, digo yo, hubiese podido ocurrir en otro poblado igualmente distante del ecuador, y en una longitud meridiana occidental, cuyos números coordenados, no es que nos digan mucho su localización sin estar viendo un mapa; más bien señalo, que ese poblado, en sus prácticas culturales y con respecto a la civilización, gira en un pequeño circulo alrededor del cero conocimiento. Quizás, la expresión adecuada como identificador para algunos, sea: perdido en medio de la manigua tropical, o moridero de ilusiones básicas insatisfechas con todo y empaque corporal. Como otros que están en igualdad de condiciones, unidos por el desconsuelo, separados por la política y las creencias.
Es necesario aclarar, que era la primera vez que iba a Galonsintapa. Pero por conocer a otros pueblos en igualdad de circunstancias socioeconómicas y geográficas, como de abandono estatal, ya me lo imaginaba: techos de palma, paredes de madera, calles destapadas, perros y burros por las calles. Y no me equivoqué, allí estaba la plaza con la iglesia a un costado, los almacenes de cacharros, las cantinas, y la gente con su vestimenta distintiva y con sus respectivos sombreros. Lo mismo que por allá, por mi tierra grata, pensé y agregué, al que tengo que aprender a querer.

Me alojé en la casa, a una cuadra de la plaza, de una señora que alquilaba piezas; pues el servicio de hotel o pensión nunca se ha prestado. Casi siempre los habitantes brindan su casa para hospedaje a los forasteros, y esa hospitalidad los halaga sobre manera, porque no llegan muchos foráneos durante el año. Ahí, en esa pieza, guindé mi hamaca. Evité decir el motivo de mi estadía, porque con seguridad se alborotaban las expectativas de vender, y por supuesto suben los precios fuera de lo económicamente razonables. Me limité a pasar como un simple y desconocido o “fuereño”, como dicen, para poder llegar con libertad al tamaño de mis posibilidades que me dejaron los ahorros de mis últimos años. Tal vez encuentre a un propietario con apremios, o tener la libertad de ver y optar por la que me guste. No más para tener cuatro vacas, un caballo, mi huerta, facilitarles la vida a los pájaros sin tenerlos en cautiverio y sobre todo, un espacio para leer y escribir, viviendo en paz con mi querida Josefina, la que con seguridad sembrará flores.
Doña Irma Lola, que así se llama la señora dueña, me entregó la llave de la habitación al tiempo que me preguntaba los motivos de mi visita. Aparentemente, una pregunta simple; pero como anoté antes, contestarla significaba que todo el pueblo se enterara del objetivo que me llevó allí, pues el rumor viaja a más de tres kilómetros por hora, y cuando uno quiere identificarse con alguien a las tres cuadras del recorrido, ya saben a lo que va uno, pues es una de las características de los pueblos alejados y atrasados, donde la amistad es la plaga más grande que los ata y desata. “A mamar ron, doña” se me ocurrió decirle por aquello de que se acercaban los carnavales.
Era un jueves cuando salí a recoger información alusiva a lo que iba, y al sábado siguiente, era el primer día de carnaval. Las calles del pueblo estaban medio desiertas. Los campesinos andaban unos, en sus burros trotones, y los comerciantes, parados en las puertas de sus negocios, me miraban con detenimiento bastante descarado; parecía más bien un juzgamiento abierto en el que el jurado esconde el veredicto. Las vendedoras de pescado y frutas de la región, se respetaban el turno del pregón; que entre otras cosas, entonaban con tanta pasión, que perdían la intención comercial al elevar con sus gritos en altas tonadas para luego suspenderse en el aire, como si vendieran el canto no más. No las podré olvidar nunca en lo que me queda de vida, porque me dolió mucho ver por la noche del día trágico, en medio de lamentos; mangos, y corozos regados por toda la plaza, y más de una caldereta pangada abandonada.
Precisamente, por aproximarse las farsas, los dirigentes del pueblo habían resuelto pedirle al alcalde que hiciera algo para que la carne que consumirían en esos días de fiesta, bajara de precio.
Ese era el principal motivo de conversación con el cual se encontraba uno, ya sea en las tiendas o en el atrio del templo. Fue tan importante, que la noticia había trascendido a una dimensión que, el director del periódico capitalino, Amor Patrio, le pareció que era interesante contar a sus lectores que en un pueblo habían presionado a su alcalde a que les consiguiera carne a un precio tal, que evitara que los intermediarios se lucraran más de lo normal y envió a uno de sus reporteros a cubrir la noticia. Periodista con el que trabé una amistad pasajera al compartir la posada, Francisco Losada, pero le gustaba que le llamara Pacho. Hombrecito para fumar éste, ¡no seamos tan viciosos!; yo creo, sin desearle mal, que ya debe haber dejado de fumar para siempre. Recuerdo de él, esa insistencia por estar bien peinado, y claro, todo el día se la pasaba repartiendo piropos y me decía el muy mujeriego: “Hay que tirar el anzuelo, compa, que algo pica”.
Pacho empezó sus averiguaciones preguntando por los principales personajes en la historia del pueblo. Y me contaba, en que todos coincidían, en que la persona más importante que había nacido en ese pueblo y que había llegado a ocupar un cargo importante, era don Luís Carlos Páez Escobar, Sacristán Mayor de la catedral de Nuestra Virgen de la Inmaculada Concepción, en la capital de la provincia en el siglo inmediatamente anterior, quien ocupó el cargo por cincuenta y tres años, y era muy colaborador con sus paisanos cuando acudían al despacho parroquial, y por supuesto murió en olor de santidad. Otro personaje era Juan Ordóñez Jiménez, quien además de poeta, fue juez en un pueblo llamado Sabana de San Angel.
Le ayudé a Pacho recolectando información, pues es un tema que siempre me ha agradado, y que de todas maneras lo haría así él no estuviera en Galonsintapa. Después de estos dos personajes recordados y venerados, les seguían: Reinaldo Marteron quien fue cabo de policía, y condecorado por su valentía en la lucha contra el crimen desordenado; pero nunca regresó a su pueblo natal. La maestra María Alfaro Peñaloza, que dedicó toda su vida a enseñar a varias generaciones. Entre los políticos se destacó don Boyás Duyuca, diputado en dos oportunidades y suplemente a la Cámara de Representantes por tres meses. Lógico que a las personas que les preguntaba por personajes importantes, muy entusiastas nombraban a sus ancestros, pero averiguando bien, no eran mas que insignes tomadores de cerveza o mamadores de ron, y que eran importantes por haber tenido más de siete mujeres al mismo tiempo.
La investigación encontró, que Galonsintapa fue fundado en el año 1823 por una señora – Amalia Vaca del Toro- que construyó su casa al lado de un lloradero, y cuya agua vendía, precisamente, con la medida de un galón sin tapa, y quien dejó al momento de morir, cien nietos, y veinte biznietos descendientes de sus quince hijos que tuvo con un número igual de maridos pasajeros. De ahí, que la tradición oral del municipio reza: “ En Galonsintapa nadie aguanta un examen de abuela.”

Una de las conclusiones a las que llegamos el viernes por la tarde con Pacho, mientras nos tomábamos unas cervezas en la plaza, después de haber recorrido a caballo por los alrededores del poblado, los dos; fue que la mujer que más se había destacado en los estudios,-últimamente- era María Teresa Caldera, a quien habían enviado a estudiar a la capital con muchos esfuerzos, y según la mayoría de los entrevistados, la causante de la tragedia, o el comienzo de la insólita noticia, como para no adelantarme a los acontecimientos fatídicos. La niña empezó a estudiar Ciencias Políticas. En una de sus vacaciones, después del tercer año de carrera, llegó con el cuento de la plusvalía y la explotación del hombre por el hombre, y que la religión era la causante de todos los males de la Humanidad: que si bien al principio sirvió la religión para inducir a cierto orden social, a la larga sólo sirvió a los predicadores y a los que estaban en el poder. Les decía la activista, entre otras cosas que alimentaban la rebeldía, y a quien no pudimos entrevistar.

Por lo demás, Galonsintapa es un pueblo tranquilo que vivía en su paz en asocio, muy cerrado por cierto, con el entorno rústico. La actividad económica se basa en la agricultura de pan coger, en la alfarería y en la pesca artesanal de la ciénaga. La diversión de los hombres es el consumo de bebidas alcohólicas, el juego de billar, de dominó, y la cacería de fauna silvestre, a la que le dan plomo sin ninguna clase de compasión ni control. Cuando llegó la violencia partidista, se recreaban en patrullajes en los alrededores del los pueblos vecinos matando contrarios sin asco alguno. Últimamente, se divierten azuzándoles los perros a los desplazados que deambulan por los caminos con sus hijos, para alejarlos. Estás prácticas las hacían, porque estaban convencidos que la fe que profesaban los blindaba de cualquier castigo, al estar ungidos y preservados de pecado, cualquiera que fuese, según afirmaba el cura que llegaba no más cada quince días, si el camino lo permitía.
Las mujeres se divertían hablando y fumando tabaco encalillado, de menor calibre que el tabaco para hombres. Y todas esperaban la llegada de los carnavales para ir a bailar al salón disfrazadas de mona. Que consistía en unos capuchones de la cabeza a los pies cubiertas que las dejaba inidentificables. Entonces, hablando en falsete, se daban el lujo de bailar amacizadas con el hombre que les diera la gana. Algunas señoras, se disfrazaban no mas para sacar a bailar a sus esposos y evitar así que se los quitara alguna soltera veterana. Nadie podía tratar de quitarle el antifaz a su pareja, lo más seguro era que se ganaba un linchamiento. Era un juego de baile que todos respetaban en ese pueblo de inquietas mujeres, donde se le rinde especial tributo a la danza cuerpo a cuerpo girando alrededor de una baldosa.

Me entusiasme tanto por saber la historia del pueblo, que suspendí mi exploración rural, porque además, los carnavales cambian las costumbres y nadie quiere comprometerse en algo que los aparte del gozo carnestoléntico y morrocotudo.
Logramos establecer, al tratar de armar los antecedentes a la desventura, que una mañana, tomaban café tres amigos en la casa de Fermín Acuña. Con éste estaba Julio Curiel y Alejo Blanco. Influenciados por las insinuaciones de María Teresa Caldera, y por ser personas de cierta reputación y vocería en el pueblo, sus iniciativas cívicas eran acogidas.
El tema ese día, estaba centrado en los precios de la carne de res, y la gran diferencia del precio del ganado en pié que le pagaban a los ganaderos, comparado con el valor que daba el consumidor. Cuya diferencia les parecía muy grande. Tanta era la diferencia, o el precio tan elevado, que el consumo había bajado a cifras que rayaban en la hambruna. Y todo empezó por el comentario de Fermín:
– Hoy tampoco hubo carne, no mataron. ¡Qué vaina!
– Así es, y el cerdo se agotó rápido, cuando quise comprar donde Agapito, ya no quedaba sino las tripas –añadió Julio Curiel.
– Están matando una vez a la semana,– dijo Alejo y agregó – además, vacas viejas; no sé hasta donde vamos a llegar, porque: pescao, pescao, pescao…¡todos los días!...eso cansa.
– Y como dice María Teresa, sin autoridad que nos defienda, pues el centralismo nos tiene olvidados –repuso Fermín con marcado resquemor.
Los tres amigos estuvieron de acuerdo en que debían ir al despacho del señor alcalde para que hiciera algo, porque otro motivo era que se acercaban los carnavales y querían comer bastante carne y sobre todo, a buen precio, y que no les robaran tanto.
El señor alcalde es siempre un individuo venido de las montañas andinas del interior del país e impuesto por el centralismo, donde arguyen en la ciudad capital del Estado, que no son capaces de gobernarse por sí mismos. Si hay dictadura en el Poder, les mandan un sargento vice primero de alcalde. El de ahora, y el que se convirtió en el principal personaje del episodio que estoy narrando, es un civil que se llamaba, porque no se le volvió a ver por Galonsintapa: Mario Camargo Urréa, pero por tener los cachetes tan pronunciados, le decían “Buche de agua”.
Al despacho de la alcaldía no fueron solamente los tres amigos. Me contaron que era casi una manifestación de más de cincuenta personas las que vociferaban en la puerta del ayuntamiento. Y la introducción, sin mediar palabra alguna fue un peñón que, lanzado desde la muchedumbre, golpeó en una de las dos hojas de la puerta, la que estaba cerrada. Y desde luego no faltaron los improperios vulgares y el consabido “Buche de agua, tu hija es mal polvo” y “Abajo el centralismo”
–¡Así no se piden las vainas, coño! –gritó Fermín enfurecido. No tanto para calmar los ánimos, sino para que lo escuchara el alcalde, evitando le abriera pliego de cargos en su contra, como las vez que lo acusó de haber propiciado que tiraran piedras durante toda la noche en la casa donde vivía el señor Camargo con su familia, y ya lo tenía advertido.
– Entremos –les dijo a sus amigos Fermín, y a los acompañantes, les volvió a gritar –: ¡Sean decente en las peticiones, carajo!
Cuando entraron al despacho, el señor Camargo tenía la puerta de la ventana que da a un patio central, abierta, y dispuesto a salir en polvorosa, pues ya habían linchado a un alcalde, aunque habían pasado sesenta años, ese suceso, era quizás, la hazaña libertaria más importante de la historia de Galonsintapa. Porque cuando se libraron las batallas por la independencia de los españoles en el resto del territorio sometido, estaban tan inmersos en la montaña, que ni cuenta se dieron. Claro, apenas eran siete familias de blancos pobres que habían huido de los atropellos de los encomenderos de la ciudad de Samar, y la ventaja del agua pura los atrajo.

– ¿A qué se debe esa algarabía, don Fermín, otra vez usted…?
– ¡Cálmese, don Mario, cójala suave!
– ¡Cómo quiere que asuma una actitud “de cójala suave”!... ¿no está viendo? –dijo con tono irritado y con cierta burla agregó: – pues en realidad hay motivos suficientes para estar preocupado ¿no le parece?
Calmados los ánimos, aparentemente, en el interior, como en la calle, lo único que quedó claro fue la petición de que quería carne el pueblo y al mismo precio como se lo pagan a los ganaderos. Camargo estaba muy preocupado, pues los gritos exaltados que escuchó de la gente no daban para otra cosa. Más que para salvar su pellejo, deduzco, dijo que saldría ese mismo día para lograr la petición. No obstante, su determinación al final de esa reunión, trató te hacerles ver que los canales de distribución de todas maneras conlleva un costo marginal que tiene que asumir el final consumidor. “Nos importa un culo”, fue la respuesta de Julio Curiel, a la que se solidarizaron todos los presentes, y Camargo resolvió, entre indignado y asustado, acabar con la reunión diciendo:
–Ya mismo salgo para la capital para atender la justa petición. Verdad que nos estamos alimentando mal. Tendrán carne al precio del ganado en pié, se los aseguro.
– ¡Si, porque si no hace nada por el pueblo, quemamos esta mierda! –gritó un hombre mestizo que estaba asomado por la ventana del despacho y quien no más tenía un diente.

Hasta ahí, se puede decir, sin ninguna duda, que es la primera parte de lo ocurrido.

Pude constatar, que en realidad sí habían solicitado obtener carne al precio de mil trescientos pesos por kilo, y de manera en cierta forma altanera, “como acostumbramos”, me aclaró un señor que vendía loterías y que murió el fatídico día. Tal como lo he descrito. “Vimos salir al cachaco[DE1] con su familia, al poco rato de la reunión, y no nos imaginamos nada malo”, me confesó el peluquero, que se salvó, porque se estaba poniendo su disfraz preferido de tigre, y para que no lo identificaran, había salido de madrugada para cambiarse entre el monte.
Tres días antes de llegar el señor alcalde con la carne pedida, recibió su secretario, Guillermo Hernández la petición de su jefe de la cantidad demandada, en kilos: “Sírvase contestarme cantidad kilos pagar producto”. La junta no se hizo esperar por respuesta; a los diez minutos informaban a Mario Camargo por la vía del telégrafo: “Pueblo dispuesto comprar 600 kilos carne res PUNTO. Atentamente GUILLERMO HERNANDEZ Secretario despacho municipal” Es el texto del telegrama que le encontraron en el bolsillo al secretario, con su respectiva respuesta, porque de los archivos de la Alcaldía, no quedó nada.
La respuesta que llegó a los diez minutos de Mario Camargo desde la capital decía: “favor exigir suma 780.000 pesos corriente y contante contra entrega PUNTO. Mañana sigo esa con producto PUNTO ”
Como es de suponerse, la alegría que produjo la noticia, ese viernes, adelantó los carnavales.
El sábado de carnaval, por la mañana en la plaza de pueblo, estaban las cuarenta y dos personas que habían recolectado la suma solicitada. Por supuesto que la plaza se llenó, incluso, con los que habían amanecido festejando. La banda de música de Pelayo tocaba la famosa canción de la Pollera colorada, alternando con El Caimán que se va para Barranquilla. Ya había disfrazados y ambiente carnestoléntico en el sin par poblado de Galonsintapa. Ya armaban las casetas de bebidas, ruletas y fritangas alrededor de la plaza principal.

Los parlantes de los amplificadores competían a toda capacidad de su volumen esparciendo música del trópico, mientras los grupos de conjuntos vallenatos aprovechaban cualquier bajón del voltaje para que sus acordeones y el repicar de sus tambores anunciaran su presencia en esa plaza adornada de colgaduras multicolores y publicidad de rones y cervezas de lejanas regiones.
Los disfraces, unos simples, otros fastidiosos, como los que se untan de negro todo el cuerpo como si fueran cazadores caníbales, los que con sus lanzas y expresiones violentas haciéndose pasar por guerreros bantúes o qué se yo, ni ellos tampoco, acosan a los transeúntes para que les den dinero. En resumidas cuentas, el carnaval es extroversión y diversión desenfrenada durante tres días, en sus justas proporciones al borde del monte espeso y de una ciénaga rodeada de manglares, en medio de la timidez del hambre que se hace la desentendida, o decreta un cese…
Una comparsa que llamó mucho mi atención, fue la del tigre y el gallego. Un hombre se disfraza de tigre, pero lo importante de la costumbre, es que nadie debe saber su verdadera identidad al ir tapado con una careta de felino americano y su cuerpo con una especie de overol amarillo, confeccionado con lona y en el más completo secreto. En cambio, el gallego, que hace de cazador, no cubre su rostro, simplemente viste un viejo vestido entero, calzonarias, botas, y lleva una corbata y sombrero de copa. Y se supone que lo cazó vivo; pero se tercia una escopeta hechiza. Los chiquillos o los muchachotes hacen parte del juego de carnaval del tigre, porque intervienen libremente tratando de agarrarle la cola a la supuesta fiera. Entonces, el gallego le avisa a su cautiva presa jalándole del lazo que lo sujeta por el cuello y ésta sale a perseguir al que esté más cerca, y les da sus buenos manotazos como se dejen. Este, escuché decir, “este si es tigre bravo”. La multitud festeja emocionada, entre más fiero sea el felino, el frenesí estremece, como en efecto lo pude comprobar al ver a un muchacho caer al suelo por la gaznatada recibida después de veloz carrera. Luego el disfraz entra a una casa de familia donde, después supe, vivía la novia del que hacía de tigre. Es costumbre dejar entrar a la comparsa a las principales casas para que sirva de escenario, pues el carnaval es indivisible y un agradable jolgorio en el que participan todos, quieran o no. En el momento en que el sube un peldaño de la puerta de la casa el tigre, un pelao logra agarrarle con firmeza la cola, jalón que la desprende de las costuras de la tela y queda expopado, es decir, con la popa a la intemperie el desconocido, pues el calor y el grueso de la lona que hace de piel, más la careta, los que se disfrazan van sin ropa interior, no más con el atuendo amarillo con manchas pintadas. Las risas irrumpieron y el exitoso pelafustán, pide propina; y se la dan con gusto.¡Qué alegría! “Este año si van a estar buenos los carnavales”, murmuraban por las calles. Pero en el interior de la vivienda, ya el tigre no ruge con la misma fuerza, se recuesta a la pared para tratar de tapar su desnudez en busca de la salida. Me imagino la vergüenza del juez, porque supe que era un joven, bastante rubio, que hacía poco había llegado trasladado del Interior del país y quería impresionar a una de las cuatro doncellas de la familia de las Díaz. Logró la calle el tigre, pero ya suelto del lazo, tratando de taparse las blancas nalgas con las manos, corrió desesperado calle arriba mientras la gente le gritaba: “Tigre manso, chácara colorada”

Es menester aclarar, que entre Fermín, el personero, y Guillo, recolectaron, lista en mano, el valor de los 600 kilos que el pueblo estaba muy dispuesto a dar, pues estaban pagando, por kilo, ocho mil pesos por carne de segunda, y ahora pagarían apenas mil trescientos pesos por carne de primera.
Caminábamos por el atrio de la iglesia contentos de ver a la gente, tan contenta, que estábamos buscando la manera de empezar a divertirnos también; cuando a lo lejos, se vio una nube de polvo que ascendía hacia el cielo en motas de arrebol, el júbilo fue indescriptible. Lo que esperaban, venía.
Una tambora irrumpió con la fuerza de los mandingas retumbando con sus bajos percusores la soleada plaza, sonidos de repique a ritmo de mapalé que no más se escuchan en esos lados del Caribe. Brincaron los bailadores con sus contorsiones al ritmo de su ancestral tierra africana. La pólvora explota en los aires enviada en cohetes de vara de caña. Pero las “recamaras” producen unas explosiones ensordecedoras; son unos pequeños cañones, los que jamás había visto en otra parte. Al otro extremo de la plaza, frente a la alcaldía, una orquesta “papayera”, de viento y platillo, da el sabor caribeño interpretando un merengue, luego un porro. ¡Se prendió la fiesta!
Sí, era un furgón lo que venía, y sí era el señor alcalde que llegaba con la comida nutriente. Había cumplido con su promesa. Comerían carne barata por primera vez en la historia. Un borracho grito: “El que no llora no mama” Se felicitaban y repartían ron a todo el que allí estaba.

El furgón se detuvo a un costado de la plaza, después de haber maniobrado de tal manera, que la culata del vehiculo quedó mirando hacia el centro, y la trompa del camión dispuesta a salir sin problemas.
Cuando el burgomaestre se bajó del vehiculo, en medio de los aplausos, curiosamente, éste se movía en bamboleos extraños, más en el vagón. Pero todo pasó tan rápido, que no dio tiempo a verificaciones.
– Hernández, ¿tiene la plata que le dije?
– Si, don Mario, cuente…–dijo entregándole el fajo de billetes ante la multitud y ante los cuarenta y dos compradores.
Don Mario contó en dos oportunidades; en el primer conteo, al terminar de contar, miró fijamente al secretario, como si faltara. Guillermo se puso pálido. Le vino el alma al cuerpo cuando a la segunda contada, don Mario guardó los billetes en su carriel.
Don Mario se dirigió a Fermín con estas palabras que quedaron gravadas en el marco de la plaza:
– Ahí está, don Fermín Acuña, la carne para que la reparta, suave, como le gusta a usted. Cuidado se va dejar tumbar.
Inmediatamente, hecha la advertencia, y de manera inesperada, volvió a subirse donde se había desmontado y después de mirar con odio a los presentes, le dijo al chofer:
– Entrégueles la carne a estos hijueputas y nos vamos enseguida!

Como en efecto cumplió la orden el conductor. Quien abrió la puerta del vagón de aluminio y corrió inmediatamente a montarse en el vehiculo que en ningún momento apagó su motor. Al tiempo que saltó a la arena un toro de lidia de 600 kilos de peso y empezó a lanzar por los aires a todo el que se topaba entre sus astas.
El polvo del trasporte al salir raudo con todo y ruido, desapareció con todo y alcalde, mientras aumentaba el grito de terror en Galonsintapa. Lo que sigue, por respeto a las víctimas, no se narra. Por este motivo terrorífico, opté por irme a vivir a la orilla del mar, no a esperar con tranquilidad a que esa región obtenga alguna vez autonomía política; sino a esperar sin estorbar a nadie el día más importante, el del miti-miti: mitad vida y mitad muerte. Sin tener la certeza de saber qué es mejor: morir ensartado con voltereta por los aires al compás de la música en combo colectivo, - porque ésta no se detuvo sino cuando ya el animal había salido en dirección a los playones- o dejar de existir en una playa desierta, olvidado y triste, cual naufrago de intentos de redención.

FIN
Samar, octubre 20 de 2009

[DE1]Cachaco, término despectivo del caribeño a las personas que viven en la zona andina del interior de Colombia

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