viernes, 13 de noviembre de 2009

LA GENERALA

LA GENERALA
Por David Escobar Gómez
El veterano de guerras civiles, coronel Jeremías Escobar Ordóñez, se levantó una mañana de su hamaca y se puso a caminar por el patio de su casa junto al mar, después de haberse tomado un taza de café sin endulzar, hasta detenerse en el callejón que sirve de cámara de aire y división con la casa del vecino. No estaba muerto, estaba quieto, suspendido en el pensamiento.
Permanecía inmóvil el geronte con las manos metidas en los bolsillos de la bata raída que fue morada, de pie, como un maniquí y con la mirada fija en unas matas de capacho recién regadas que no pasaban de sesenta centímetros.
Desgarbado, canoso menos en la nuca, flaco con el culo chupado y las piernas abiertas, rasgos ciertos y precisos que indicaban que le había llegada la vejez de conformidad. Ese presente de quietud pensante, posiblemente, tiene que ver con sus andanzas por los burdeles del Caribe, o con las batallas por la independencia del litoral. Parecía, por su rara calma, que se hubiera quedado enredado en el tiempo sin poder hacer nada para seguir viviendo. Pero está viendo y pensando al mismo tiempo, ¿qué?. Tal vez recordando una parada militar, o esperando firmes la hora de la verdad como buen soldado de la insurrección. Al menos antes, cuando estaba en iguales circunstancias meditadas, solía exclamar algo alusivo para concluir y regresar en sí, como una ocasión que dijo: “el amor hace al ser un violento o un pendejo”

Quizá mira un sapo grande que se la pasa por ahí, supuso su octava esposa Matilde desde la cocina donde lo tenía en la mira en ese momento, recostada en un taburete al horcón de la cocina; pero concluyó con puya: a éste como que se le pegó el zoom.
Matilde dejó la taza de café en una mesa y se levantó a cambiarles al agua a los pájaros, los que colgados en sus jaulas, protegían de fantasmas la casa que hacía de cocina ahora, porque años atrás, servía de armería y con sus cantos incitaban a la guerra. Cuando le dio la vuelta a la casa, de jaula en jaula, la esbelta morena con cabellos caoba a la cintura vio, que su compañero continuaba en la misma posición de silencio y recordó cuando conoció al coronel. Estaban en el baile de cumpleaños de Casimiro Porencima, y él le preguntó si era señorita y ella le contestó: “Ningún hombre, coronel, a puesto la mano en donde no más ha llegado la mía enjabonada” Desde ese día han vivido juntos. En esas cavilaciones estaba, cuando vio que había girado su cabeza no más y la miraba fijamente con esos ojos azules que pese a amarlo, aún la asustaban, pues es una mirada fría y penetrante encuadrada en un rostro rojizo arrugado salpicado de escaras y cruzado por un blanco bigote espeso que se afinaba constantemente. Como en este momento lo hacía con las yemas del índice y el pulgar de la mano derecha.
Ya han pasado dos años de estar viviendo en grata unión.
Matilde se entretiene viendo una bata de baño de levantarse raída, descolorida, y unas piernas escuálidas bastantes blancas que terminan en unos huesudos pies metidos en unas cansadas babuchas apachurradas. Unas burbujas de pesar le subieron por la garganta y al explotar, le bajó un líquido acre receloso. Al fondo, en dirección al mar, cuando Matilde ve pasar una fragata sin rumbo fijo que vuela sin delatar su intención, siente entonces una corriente en el entrepellejo de la cabeza que, viniendo de la cerviz, le recorre por el pegue de los occipitales y se posa entre ceja y ceja; la misma sensación de ira que se le presenta cuando quiere saber alguna cosa de las anteriores esposas del hombre al que le ofreció su virginidad esa noche inolvidable.
Un gallinazo llegó y se posó en el esqueleto de un árbol callejero que murió como nació: enterrado en la calle, junto al portón. En ese momento, un perro aulló de manera lastimera.
Las dos miradas se encuentran en la estricta mitad de la distancia conyugal y del destino, por donde una trinitaria adorna la mañana con colores blancos y rojos, entreverados. Y como en un duelo, cuando ambos jugadores de la vida se alistan a no dejarse matar, posiblemente, o dejarse por no tener el valor de eliminarse, esperan.
Matilde, después de largo rato, al no poder sostener esa fría mirada y por tener muchas cosas que hacer, se le acercó y Jeremías no se inmutó. Seguía mirando en la misma dirección como si Matilde no existiera, o si todavía estuviera sentada en el taburete. Tenía la mirada puesta en el pasado. Los dedos de la mano derecha del cansado combatiente continuaban rozando los pelos testigos de muchas pasiones. Cuando dejó de aullar el perro, Matilde, sin querer iniciar un duelo amoroso lanzó al aire una pregunta que dio exactamente en el blanco del tormento:

– ¿Qué te pasa, Jeremías? –le dijo preocupada. Consulta que le llegó a Jeremías en toda la mitad del recuerdo porque no era la primera vez que la escuchaba de ella y como si estuviera viéndola hace veinte años desnuda sobre la cama destendida, inicio la respuesta en una voz apenas perceptible pero grave:
– Mejor es que te vayas y no vuelvas nunca –le contestó con rencor, pero aún con la mirada perdida en lontananza.
– ¿Por qué razón? –le reprochó la mujer acercándose lentamente.
– ¡Porque el bigote me huele a tigre –le dijo alzando la voz y terminó mirándola con odio para rematar su advertencia- y yo mismo me tengo miedo!.
– ¡Entonces el que se va eres tú, viejo hijo de puta! –le dijo ella decidida y sacando un revolver debajo de sus enaguas se lo descargó integro en el cuerpo de héroe rencoroso.
– Así paga la mujer mentirosa que le perdoné la vida –las últimas palabras las pronunció con la cabeza en medio de los capachos y se quedó quieto para siempre.
– Seguro te contó el sapo de Casimiro que estuvo hasta tarde hablando contigo anoche; ¡pero sí, era virgen como lo soy todavía!: me decían: Matilde “la chiquitera”–habló y accionó por última vez la manzana del arma apuntándole a la espalda, pero se escuchó el añorado “Clik”. No hubo necesidad de rematarlo y agregó:– yo te dije que era una mujer meticulosa.
FIN

No hay comentarios:

Publicar un comentario