sábado, 14 de noviembre de 2009

EL RETEN DE VISTA HERMOSA

Por David Escobar Gómez
Ayer, en una vivienda campesina que no era la de él, en un catre de hierro durmiendo sin colchón, encontramos a un hombre infortunado amansando su dolor, su ofuscación.
A pesar de todo, estuvo dispuesto a darnos su versión. Recostada a la pared de tabla, perpendicular a la puerta de entrada y en medio de un sobrio decorado, esa cama hacía la mejor parte de los haberes entre sucios y queridos que ahora albergaban a un hombre que habíamos estado buscando hacía un mes. Fue enfático en que no contestaría preguntas a congéneres que no fueran sus jueces y empezó su libre declaración.
– Venga le cuento, –empezó diciéndome con las manos de almohada y mirando al techo – señor: Yo nací hace sesenta años en las faldas de una montaña, precisamente en la vereda El Venado. Me bautizaron con el nombre de Germán para que lo llevara toda la vida con el apellido Aguilar; pero soy más conocido ahora como el cabo Aguilar, el del retén de Vistahermosa.
Con la mano nos indicó, señalando la grabadora de sonidos, que no quería quedar gravado en su declaración amistosa, y le hicimos caso, y continúo con un cantar en la entonación, que daba la impresión de estar saboreando una tragedia.
– Yo sé a lo que vienen, pero déjeme decirles, caballeros, cosas de mi vida que considero prudentes. Ya estaba esperando mi pensión de jubilación, no sé cómo quede ahora, sólo me faltó o me falta que me acepten mi petición pues tiempo de servicio me sobra y por edad, ya se sabe que pasé al otro lado del barranco hacia abajo. Subí hasta donde pude en el trabajo y desempeño: suboficial de aduanas. Me casé con Rosa Lucía que en paz sepulta está, la que me dio tres hermosos hijos varones y cada uno su respectiva hija; por lo que tengo apenas tres nietas hermosas. Por mi lado: ¡Adiós apellido Aguilar!, que te guarde la historia en sus anaqueles de la indiferencia. De educación ilustrada, no puedo decir que puedo filosofar como mi compadre Zorrino Somarrás; pero gusto que le da beber trago conmigo. Por algo será. Aunque Rosa decía que de filósofo no tiene nada, más bien un gorrero profesional porque siempre tengo yo licor decomisado en casa, y de las mejores marcas, y que por eso siempre me acompañaba y aún lo hace los fines de semana cuando no tengo turno de guardia, porque con los de la Aduana no me gusta beber.
–Creo que le hago mucha falta –y agregó el cabo Aguilar –; ¡pero ni crea que le haré caso!. Zorrino, mi compadre, él si tuvo buen estudio y leía hasta por la madrugada pero acostado, y eso le ha causado una enfermedad que llaman del pito sostenido y con el que va morir, dice. Son vainas suyas. Me dice en su inconformidad que si muere primero, observe si el pito en la oreja todavía seguirá sonando. Yo no le contesto nada más bien pienso que antes de que se muera yo estaré privado del sano juicio, pues mi tormento es cada día más desesperante que su sonar en el caracol del bafle que recibe sonido, y como ven: ahora estoy escondido y él…pues sabroso en su casa. Juzguen ustedes si no.
En más de veinte años de servicio, la mayoría de estos en la garita de cientos de retenes a lo largo y angosto de la red de vías vecinales o en los bordes de nuestro territorio patrio, pues ya verán que hay mucho que contar. Tanto hay en el lomo del caballo como en las alforjas del jinete; el que anda y lo que guarda, por naturaleza, siempre esconde algo indebido; digo yo que no es por mala gente; es que casi todo está prohibido.
Para completar la incomodidad de los viajeros, no saben por cuántos retenes particulares han pasado. Digo particulares porque no todos lo retenes son legales, aunque ya han disminuido, quedan los domingueros y de vereda, conformado por agentes retirados quienes se hacen a uniformes y con sus amigos y cuñados desempleados arman su reten para poder subsistir. Con el tiempo uno se vuelve un león o un perro que todo lo huele; cree uno; ¡que vá!. Cuando uno se pilla algo, rara vez es en la primera intención: quien sabe cuántas veces han pasado con el matute. No crean que todo es revisar mercancías. En una ocasión, recién entré a la Aduana, un agente recluta detuvo a un señor que manejaba un campero y le pidió que se identificara y el conductor, muy bien vestido y peinado, de gafas gruesas, blanco y almidonado, le pasó un carnet de la universidad al guarda. Yo estaba hablando con mi cabo Pacheco cuando el recluta desde la mitad de la carretera gritó: ‘¡Mi cabo!, ¿qué es docente?’ Mi cabo Pacheco no supo que decirle pero al ver al señor del jeep, le gritó: ‘Cura, huevón’. Vine a saber a los años que docente era profesor cuando mi hijo mayor me confesó que quería ser docente. Mi irritación de ese día la recuerdo hoy con mucha vergüenza porque le dije. ¡Maricas en la familia, ni por el putas!, recuerdo haberle gritado furioso lanzándole un cenicero a los pies. Cuando me calmé, aguantando su risa mi hijo me sacó del error. Ese era un concepto generalizado en mi pueblo natal de que todo el que de sotana vestía, lo daba en la sacristía. Y el falso rumor, desde luego, se aplicaba porque mi pueblo era casi lo más extremo del territorio nacional y donde se sufrían muchas penalidades, con decirles, que el agua era tan mala, que para lavar el piso la hervían antes dos veces. No entraban las emisoras. Mejor dicho, donde el viento daba la vuelta, y por ser tan inhóspito, a los curas pedófilos o mujeriegos de castigo los mandaban, para no echarlos de la congregación, a la población del Venado donde había un convento franciscano regentado por el hermano Clavo Alegría. El mismo tratamiento para los agentes de policía.
Si cuento la cantidad de intentos y de todos los inventos para pasar alijos que vi, no creo que termine de contar en lo poco que me queda de cordura, pues cada minuto que pasa me siento loco y no veo el momento de contarles lo más desagradable que me pasó en el retén de Vista Hermosa. Porque de ingenios, de creatividad para pasar ilícitos, lo del penitente macario es un cuento genial que nos pasó. Para que vean no más hasta donde llega la astucia por lo malo, que si de creatividad se trata, merecemos el premio Novel del camuflaje, dejaré pues, para después lo sucedido en Vista Hermosa y les explico de rapidez la historia del penitente macario. Aconteció de verdad, que estando en el retén internacional de Rumichaca una mañana empezó a pasar un señor arrastrando una cruz. Los de la cadena con mucho respeto nos persignamos y dejábamos pasar al penitente macario cada domingo. Nos enteramos, que pertenecían a una comunidad religiosa llamados los macarios de cristo redentor, y cada domingo pasaba uno de ellos con la penitencia de caminar con la cruz al hombro y al pasar la raya de la frontera, más adelante, se internaban por el monte hasta llegar a una colina donde oraban. La túnica de seda siempre era de azul de metileno con borde dorado y sudado, y en la cabeza una gorra de espinas que les provocaba derramamiento de sangre. Nosotros, creyentes fervorosos, nos arrodillábamos al ver pasar tanta contrición, arrepentimiento o expiación de los pecados de la humanidad Pero un día noté que, además de la trilla que dejaba con el roce el tablón que arrastraba el penitente, había un polvillo blanco, en interminable hilo sobre la huella notoria en el asfalto en el centro de la calzada. La observamos, la probamos y…: ¡Cocaína pura!
Pero lo último, lo que rebosó la copa, me tiene sumergido en la desesperación. Nunca pensé que en Vista Hermosa, ¡que a mí!, faltándome tan poco tiempo para dejar de trabajar, y que conste, que trabajé de buena gana; me pasara lo más horrendo que he visto en vida y que como un puño en los sesos ha estremecido mi razonar. Que aunque no me crean, fui un agente de aduanas honesto. Que llegué a la Aduana porque cuando presté el servicio militar, en el Palacio de los presidentes, le salvé la vida al señor presidente Ospina cuando la turba enfurecida lo quería matar, y él, muy valiente, en la puerta del Palacio, sacando pecho les ha dicho con valor: ¡’ Más vale un presidente muerto que un presidente fugitivo’¡ y se le abalanzó un indio con un machete y yo, guardia presidencial, di un paso adelante y me lo bajé de un tiro en la frente. Mi vida cambio desde ese día. Con seguridad al terminar el servicio militar, de no haber pasado eso hubiera regresado a sembrar papas en la tierrita que nuestros ancestros nos dejaron. El señor presidente me convirtió en su guardaespaldas y cuando ya no me necesitó, me hizo nombrar guarda de aduanas y fui ascendiendo.
Llevaba diez días en el puesto de control de Vista Hermosa, cinco horas de guardia ese turno, viendo pasar vehículos en ambos sentidos de la carretera. No sé, ni insistan en que piense en ello, porqué se me dio de un momento a otro pararme del taburete fúsil terciao y ordenar con la mano pito en boca y con la otra parar un pequeño furgón, de tres toneladas. El compañero de la cadena la levantó inmediatamente y la furgoneta frenó, que apenas no se la llevó por delante. El conductor me miró con una expresión de terror, imagen que no se me quita de la mente. Y han pasado tres meses de ese suceso tan desagradable y que va terminar con lo poco cuerdo que yo tenía de vida, de mi libertad, si es que puedo hablar en esos términos. Esa mirada me obligó a ser más enérgico, pues me dije: Ese viene con algo, y pité con más fuerzas y para amedrentarlo más accioné los mecanismos del fúsil, que entre otras cosas, nunca tenía municiones. Al detenerse, fui hasta la cabina y el hombre me recibió con un manojo de dólares en la mano. Que si los hubiere recibido, hoy no tuviera entre ceja y ceja este tormento que apaga mi vida. Seguro. Créanme, y tiene que creerme, habemos funcionarios que respetamos a nuestros hogares, a nuestra familia, a nuestra sociedad: ¡Bájese! le grité muy indignado. El hombre, de unos cuarenta o cincuenta años, se puso pálido y le volví a gritar con energía.
Energía que se me quitó cuando se desmontó ese conductor, pero con una pistola en la mano derecha. Escondí mi terror colocando mi rostro de tras del escopetón apuntándole a la cara, al momento que mis piernas empezaron a temblar y ya estaba a punto de orinarme en los pantalones, cuando ese degenerado criminal, en último intento evasor balbuceó también muy asustado; “Arreglemos”. Y arreglamos, él tomo mi susto y yo su miedo; intercambiábamos, cuando en ese momento fatídico, un guarda a mi mando, para asistirme, le gritó apuntándole también con una escopeta vieja: “¡Baje el arma y abra atrás, señor, o le disparo ya!”. El hombre en vez de obedecer la orden, se pegó un tiro en la sien derecha y cayó sin vida. Quedamos estupefactos por varios segundos, hasta que retomé mis funciones de mando ordenando abrir el camioncito. González, el gordo González, el guarda que le correspondió abrir la puerta después de forzar el candado con una pata de cabra, miró al interior del vehiculo y salió corriendo con ganas de vomitar. Una señora que vendía chicha de arroz en botellas, se acercó a fisgonear y se desmayó. El otro guarda que se acercó, cuando miró, se agarró la cabeza y se quedó mirando como si un rayo lo hubiere paralizado. Al ver González que de otro vehiculo se bajaban a chismosear corrió a alejarlos apuntándoles con el tolete de dotación.
Es el momento que me acerco a ver al interior del furgón, y veo con horror unos cuerpos sin vida de niños pobres, entre los ocho y doce años, a quienes les han abierto su vientre. Los conté y eran diez. Traficantes de órganos, deduje… y pasé al radio a llamar a la policía –hubo un silencio en la choza y vimos como el cabo Aguilar se levantó de la cama desesperado, no podía fijar la mirada, hasta que se quedó mirando una torcaza a través de la ventana que se posó en un árbol de totumo. Tomó aire, nos miró con inmensa tristeza y recuperó ánimos para continuar.
– El oficial de la policía, –dijo el cabo – que le correspondió atender el macabro hallazgo, me dijo con el dolor de la frustración: ‘Y saber, que esos órganos que les quitan son para gente adinerada’ y yo le dije: ¿Eso que tiene que ver para que no se haga justicia? y me ha dicho: ‘Pues que da pena decirlo, cabo Aguilar, las víctimas por pobres, nadie las reclama, y los favorecidos, hacen todo lo posible para que no prospere ninguna investigación. ¿Cuánto no da un hombre adinerado por ver sano a su hijo? Preguntó y agregó: ‘Mi profesionalismo me dice, cabo Aguilar, que no creo que usted esté vivo para demostrar su inocencia’ Por eso, señor periodista, desde ese día me he apartado de la justicia. ¡Qué ironía! De la justicia que tanto he creído, y que en definitiva, es la única que nos tiene que ayudar –luego se sentó en el borde de la cama vieja y puso su cabeza blanca sobre las manos, las que unidas por las rodillas a sus piernas formaban, visto de frente, la eme de la actitud pensativa y me miró fijamente para decirme en un tono de voz muy diferente:
– No crea que estoy eludiendo mi responsabilidad de ciudadano, gustoso iré al juicio a responder con mi vida por unos inocentes que se atravesaron en mi camino sin su voluntad, ellos no tuvieron la culpa de haber nacido en un hogar sin garantía de vida. El consejo de mi compadre, de que me pierda, no está en mí; ahora caigo en cuenta en ello, parece que me estoy conociendo o me he encontrado a mi mismo. No sé cómo explicarles. Yo creo que ya es suficiente. Díganle a mi compadre que lo invito a beber el trago más amargo de mi vida, ¡y que me tiene que acompañar! como siempre lo hace., para que vea como un hombre acepta el veredicto de los magistrados, y para que me despida de mis hijos y de la sociedad a la que serví.
Así nos habló el cabo Aguilar desde su refugio, o el escape alternativo.
FIN

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