sábado, 14 de noviembre de 2009

EL ASESINATO DE UN CACHACO EN PLATO

EL LINCHAMIENTO DEL CACHACO EN PLATO
Por David Escobar Gómez

Cuenta la leyenda, que una vez a Plato llegaron un par de cachacos tan pronto se acabó la civil Guerra de los Mil Días. Sin que se hubiese sabido con certeza cual era el motivo que los atraía a ese pueblo escondido entre lo playones y la montaña; pero se puede deducir sin lugar a equívocos, que venían esos forasteros a explorar la compra y venta de ganado, pues sus indagaciones eran pertinentes a esa actividad propia de la región, como se supo después en los comentarios post morten nihil est que uno de los dos cayera muerto por un machetazo que le entró por el hombro y le destrozó la clavícula derecha y luego el cachaco descuartizado por la muchedumbre enfurecida, hasta que no quedó del desconocido sino un pellejo pegado a unos huesos, restos que fueron lanzados al caño de Plato, y por donde huyó su compañero. ¡Pueblo enardecido en la vida no embrome!
En la región de Plato, los campesinos, quienes eran la mayoría, solían hacer alarde de su fuerza y valentía, sobre todo en las peleas a los puños además de las faenas de vaquería; pero hasta ahí, al arma blanca le tenían respeto o pavor, y las peleas a machete las evitaban al máximo. Cuando llegaba un forastero, lo más seguro era que los peleadores famosos le buscaran la pelea, y siempre los de afuera llevaban las de perder. No había decidido el extraño si aceptaba el reto, cuando la patada sorpresiva de entrada la recibían en el caracol de la oreja dejándolos aturdidos y luego venía un puño certero en el pegue de las cejas, el que los dejaba inconscientes en el suelo después de una semivuelta de un cuerpo que cae indeciso sin equilibrio.
En una oportunidad de tantas en su vida, Fermín Acuña, famoso por ser bueno a los puños y patadas, encontró su gallo. Ante la sorpresa de no haber podido vencer al extraño, y por ser la primera vez en su vida que le desencajaron la mandíbula con una trompada bien dada; le regaló a su agresor un toro, en homenaje a su distinción de hombre fuerte.
Volviendo al cachaco muerto por la multitud, no fue retado como era la costumbre, sino objeto de una invitación a tomarse un trago de ron que le hizo un plateño en una cantina del puerto. Como no lo aceptó en tres ofertas consecutivas de buena gana, el oferente se sintió despreciado y ofendido.
– ¡Cachaco hijueputa, me despreciaste! –le gritó furibundo el hombre borracho al tiempo que le tiraba el trago por la cara.
Si ese desconocido se hubiera agarrado a los puños con el plateño, y hubiese vencido, con seguridad centella, no lo hubieran agredido de la manera tan brutal los enardecidos lugareños como lo hicieron; empezando por el machetazo. El hombre, en cambio, sacó una navaja y le cortó la cara al que regalaba trago. En un pueblo en donde todo el mundo es pariente del resto del pueblo, no se puede aceptar tamaña ofensa. Le propinaron en reciprocidad, el certero golpe de machete y procedieron a lincharlo salvajemente, como ya se ha narrado. Su compañero, sin poder defenderlo, no tuvo más opción que correr y tirarse al caño y desaparecer.
Desde ese fatídico día, en Plato, se rumoró por muchos años que, el compañero del muerto, vendría con sus paisanos a vengar la muerte de su amigo. Y las medidas preventivas siempre estaban latentes, puesto que era de todos sabido la venganza entre las gentes de los pueblos del Interior. Un día la feligresía de Plato se reunió para enterrar a un lugareño que había muerto por picada de culebra talla equis. Ya iban llegando al cementerio con el féretro en hombros, cuando un chistoso gritó a todo pulmón:
– ¡Vienen los cachacos! ¡Ahí vienen los cachacos! ¡Ahí vienen los cachacos!
El ataúd cayó al suelo levantando una polvareda de muerto, y en diez segundos no había ser viviente ni asomado por las ventanas en todo el pueblo. Cuando los que corrían despavoridos querían contar el motivo por el cual huían, no notaron que el grito había llegado primero y las puertas se iba cerrando como por encanto. Si no es por unos hombres que entraron al pueblo a caballo por el lado de las plazoletas y se encontraron con la caja en la mitad de la calle del medio, abandonada a su suerte eterna, el muerto hubiera quedado ahí hasta quien sabe cuando tirado en su abandono en espera del juicio final.
Sin ser decretado, después del linchamiento, hubo un toque de queda después de las ocho de la noche en el pueblo de Plato que duraba hasta tres minutos antes de la madrugada. El temor de que llegaran los cachacos a vengarse cogiendo a la gente por la espalda cuando se estuviera caminando por los callejones oscuros, lo encerraba temprano.
Pasaron los años y se fue acabando el temor de un ataque de los cachacos; pero, no quiere decir que el incidente violento se hubiera desvanecido, ahora el muerto aparecía en el callejón del arroyo con relativa frecuencia. Penaba o cobraba a su manera su muerte infausta, a falta del oficio de sicario en ese pueblo sano.
“Me salió el cachaco, me salió el cachaco”. Gritaban los que lo veían. Casi siempre mujeres y niños. Los hombres se tragaban el pánico sin muchos comentarios. Lo describían como un hombre alto, vestido de saco de paño negro, con sombrero de copa, con corbata negra también y camisa blanca. Siempre recostado a las tablas de la cerca y debajo de un árbol de naranjuelo frondoso que cubría con sus ramas el callejón. Su mirada era fría, las manos siempre atrás, como si escondiera una arma, y le brillaba la cara medio tapada con el sombrero.
Lo que la gente de Plato no asociaba, era un silbido antes de que apareciera el espanto aparato, y que siempre estaba en la esquina Efraín Peña, primo de mi padre.
Mi abuela notó un día, después de uno de tantos comentarios del aparecido cachaco, que el baúl que había dejado el tío Jeremías guardado en el cuarto de los hombres huéspedes, estaba abierto y que una gallina anidaba plácidamente adentro. Cuando la sacó, pudo ver el traje negro con el sombrero que estaba encima y le entró la malicia. Varias noches estuvo al acecho, pero nada que pudiera decir que había dado con el cuento del difunto cachaco. Hasta que una noche llegó mi papá de la calle y se despidió de Efraín con tanto alboroto, que la sospecha recayó en el par de jóvenes, los que debían tener ya más de quince años, dada la estatura del “muerto”. Mi abuela con mucho sigilo vigiló los pasos de su hijo Alejandro José quien entró a la alcoba y se untó miel de abejas en la cara y después alcohol. Luego se puso el vestido negro, agarró una vela y salió al patio en espera del silbido para salir por el portón y prender la vela en un nicho cavado en el trono del naranjuelo a la altura del pecho, de tal manera, que le alumbrara el resplandor en la cara no más y dejarse ver. Y así, llegó la única víctima de esa noche. Silbaron, y se hizo el operativo de siempre. Contaba después mi padre, riéndose, ya anciano: “nadie miraba más de un segundo mi figura fantasmal”, lo que les daba confianza para no ser detectados. Esa última noche de terror, su madre lo siguió hasta la habitación en donde se cambiaba, y lo encontró de espaldas desvistiéndose después de gozar otra aparición del cachaco.
“ ¡Aquí está el cachaco!”. Gritó mi abuela riéndose. El, muy aturdido y sorprendido, con la mirada que le dio a mi abuela, ella comprendió la suplica que no lo fuera a delatar. Cuando ella le dijo: “Que no te vuela a ver en estas”, el sonrío tímidamente y terminó de cambiarse.
Después, cuando ella quería que mi papá le hiciera un mandado, no más era decir la palabra mágica: “ cachaco, ¿me compras unas calillas?. Y mi padre corría muy obediente a donde lo mandaran, sin chistar.
FIN

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